La década de la infamia

Informe Político del CC. presentado al III Congreso del PCE(r) – agosto 1993.

Una crisis política incurable

Es ya un lugar común afirmar que el régimen de la oligarquía financiera española padece desde hace tiempo una crisis incurable, aunque, a decir verdad, nosotros nunca hemos dejado de hablar de esta crisis por más que el Estado aparentara salud y fortaleza. En esto, como en tantas otras cosas, nos hemos distinguido. ¿Cómo, si no, hubiéramos podido combatir al Estado en la forma en que lo hemos hecho, de no estar convencidos de su gran debilidad y su vulnerabilidad, de no estar convencidos de la crisis que le corroe por dentro, de su aislamiento respecto a las masas populares y de que la política reformista no les había proporcionado la base social ni la estabilidad política que estaban buscando? Nosotros nunca nos hemos dejado engañar por las apariencias y, frente a los que analizaban el carácter de la reforma desde otra perspectiva y otros intereses, nos han acusado de estar afectados de subjetivismo y de cosas aún peores, siempre hemos expuesto nuestras razones, el análisis marxista-leninista y nuestra firme posición de clase.

El examen crítico y la propia experiencia nos habían convencido ya en 1977 —o sea, antes de que se hubiera consumado la reforma del régimen—de que, si bien éste había conseguido superar lo que considerábamos «la primera fase de la crisis» (gracias a la colaboración y el apoyo que le habían prestado los carrillistas y otros canallas como ellos), no iba a poder salir del atolladero histórico en el que se hallaba metido, y eso ni con el fascismo de viejo cuño, ni con una farsa del parlamentarismo como la que han representado durante la década felipista de la mentira, la trampa, el robo descarado y la guerra sucia. Esto se debe a la naturaleza monopolista del capitalismo español y también, en no menor medida, al carácter fascista que sigue teniendo el Estado que le sirve de soporte, el cual ha seguido manteniéndose en pie gracias a los retoques «democráticos», cosméticos o de fachada; ése era el verdadero sentido de la reforma. De ahí su debilidad. De ahí también nuestra insistencia en la permanencia de los factores tanto económicos como políticos, ideológicos y culturales que habían conducido a la crisis y la certeza casi absoluta de que ésta, a no tardar, volvería a reproducirse de forma mucho más agravada. Preveíamos que en lo sucesivo la oligarquía financiera y el imperialismo no iban a tener el importante apoyo y la «legitimación» que había recibido de parte de los carrillistas y felipistas por haberse éstos «quemado» y desenmascarado durante la reforma.

«La llegada al gobierno de los felipistas —decíamos en el informe al C.C. en Septiembre de 1984—, de esa pandilla de señoritos socialfascistas, ha supuesto para el régimen de la oligarquía un globo de oxígeno que le ha librado momentáneamente de la necesidad de tener que hacer concesiones al movimiento popular». Y proseguíamos: «Esta subida al poder de los felipistas, con sus diez millones de votos, recolectados a base de la demagogia más rastrera y a las más depuradas técnicas de imagen y engaño, pudiera parecer un triunfo en toda línea de la reacción española. Pero en realidad no es así. Reparemos, siquiera sea por un momento, en las circunstancias en que llegan Felipe, Guerra y cía. al Gobierno: después del intento golpista del 23-F y con una UCD acorralada y deshecha por un sinfín de disensiones internas. El bandazo a la derecha que venían exigiendo los militares, la Banca y la Iglesia se hacía inevitable toda vez que se había conseguido neutralizar a la clase obrera. Pero este golpe de timón a la derecha no podía darlo ya un partido como la UCD y menos aún podía hacerlo el señor Fraga o los coroneles. El temor a la respuesta popular les condujo a preparar a toda prisa la llegada de los felipistas, cuando todos los planes y previsiones anteriores apuntaban a mantener este partido en la reserva para cuando llegaran los malos tiempos. En este sentido se puede decir que el Gobierno del PSOE supone un gran fracaso político de la oligarquía, al tener que quemar antes de tiempo esta última baza que les quedaba para jugar por la banda de la «izquierda» y quemarla, además, en un tiempo récord, pues los problemas apremiaban y el Estado no podía mantenerse por más tiempo desguarnecido ante la grave situación económica y los continuos ataques de la guerrilla».

Todo esto que decíamos hace años se ha confirmado en la práctica y constituye hoy día, como ya lo anunciamos entonces, «el rasgo más destacado» de la nueva fase de la crisis del régimen. No es nada extraño, a nosotros desde luego no nos sorprende en absoluto, el desprestigio y el aislamiento al que ha llegado el PSOE y los demás partidos burgueses junto al conjunto de instituciones e instrumentos en que se basa su dictadura de clase. Como se puede comprender esto no sucede sólo por asuntos de corrupción, como nos quieren hacer creer. No es la primera vez que denunciamos que todo eso no es más que la «cortina de humo» con la que pretenden ocultar otros problemas más graves y responsabilidades mucho más sangrantes del poder, todas ellas derivadas del estado de las «cañerías» y de las cloacas, donde, según aseguraba Felipe González, se defiende el «Estado de derecho»: o sea, la guerra sucia, las detenciones arbitrarias, la tortura sistemática, el exterminio de los presos políticos, los asesinatos de los oponentes del sistema, los crímenes del GAL, etc.

Todo el mundo, desde la llamada oposición a la pandilla de carroñeros de los medios de comunicación, conoce en todos sus detalles cada uno de esos crímenes y tropelías y, sin embargo, nunca nadie los ha sacado a relucir. Sólo muy recientemente se ha empezado a hablar de ello. La cloaca les ha «reventado», pero tampoco esta vez se deciden a presentar a la ya famosa trama de los GAL y a la guerra sucia como lo que realmente han sido y aún continúan siendo: el componente esencial de la política de terror fascista que siempre ha practicado la oligarquía española, aplicada ahora de otra forma, una forma adaptada a las nuevas circunstancias «democráticas». Nadie ha explicado que esta política es consustancial al Estado español, que de ella se ha servido el capitalismo en España para promover su desarrollo y que es la única política que pueden aplicar para asegurar su continuidad, la explotación, y no verse desbordados por el movimiento revolucionario de masas.

El mérito de la reforma, y en particular de los felipistas, ha consistido en ocultar esa realidad, lo que les ha permitido hacer el trabajo sucio que ningún otro partido burgués podría haber hecho en estas circunstancias. Pero que la guerra sucia es asunto oficial y está programada, financiada y dirigida directamente desde los despachos ministeriales; que fue Felipe González el que, ya desde el discurso de su primera investidura, dio garantías a los golpistas y demás poderes fácticos de que continuaría y aún perfeccionaría en toda su brutalidad, esa misma política de terror… todo esto y otras muchas cosas se sabían. ¿Por qué no han hablado de ellas durante todo este tiempo, y sólo ahora los órganos de prensa de la «oposición» se han decidido a denunciar algunas cosillas? La razón no es otra que el pacto de silencio que todos los partidos institucionales habían establecido (pacto «Antiterrorista», lo denominaron). Ese pacto, por lo que se ve, abarca también la concesión de un indulto para Amedo y compañía, pues, ciertamente, no resulta muy legal ni «humano» que sean éstos, los peones, los que paguen por el presidente, los ministros y demás señorías.

Claro que ese silencio y colaboración tenían un precio. Así se han ido propagando los sobornos, las prevaricaciones, las estafas multimillonarias, etc., que han infectado a todo el cuerpo social. Ésta ha sido la base sobre la que se ha establecido ese pacto antidemocrático y contrarrevolucionario que todavía se mantiene.

Pero no es sólo la corrupción, sino la creciente oleada de indignación entre las masas populares por todos los abusos y crímenes, la independencia y radicalización de sus luchas, los continuos progresos del «partido de la abstención» o en otros muchos casos la desvinculación del voto, la extensión del boicot político, de la desobediencia civil y de otras formas de resistencia de los trabajadores, lo que constituye la más clara manifestación de esa crisis que habíamos anunciado con tanta antelación. A esto hay que añadir los efectos de los recientes «ajustes» y «desastres» provocados por la recesión económica y por el fracaso de los planes de integración en Europa; de la irrupción del nacionalismo en sectores de la gran burguesía catalana y del País Vasco, Galicia y Canarias; la aparición del regionalismo, del cantonalismo y otros fenómenos que parecían superados y que refuerzan las tendencias centrífugas y disgregadoras del Estado y de la sociedad capitalista.

El triunfo electoral felipista, posibilitado por la utilización de la «estrategia del miedo» y la compra del voto (¡lo cual explica que disminuyese la abstención!), ha supuesto, en realidad, una victoria —si bien muy precaria— de la oligarquía. Sobre todo, por cuanto le permite seguir legitimando al régimen y justificar en nombre de la voluntad popular la imposición de sus planes de «ajuste», sus medidas represivas y su política imperialista. En las últimas elecciones, los falsarios del régimen han interpretado su tragicomedia con una vileza inusitada; en especial los felipistas han superado el listón de la demagogia, han batido sus propios récords de falseamiento y mentira. Durante la campaña electoral todos los medios de propaganda del Estado han cerrado filas junto a sus partidos contra «el voto de castigo», contra el temido boicot; han orquestado el asalto a la conciencia de los «indecisos» para vencer su resistencia y conseguir su objetivo común de legitimar el régimen. Ésta era una cuestión de Estado, un principio invulnerable para todos sus partidos. De ahí que el PP se haya debatido en la contradicción de tener que airear todos los desmanes del felipismo a costa de favorecer la deslegitimación del propio régimen.

La conciencia mayoritaria de izquierdas, a pesar de ser constantemente desorientada y manipulada, es un hecho indiscutible del que se deriva que el PP se enfrente a un techo infranqueable y que el PSOE base todos sus esfuerzos en pulsar esa sensibilidad de la mayoría, proponiéndose a sí mismos como mal menor ante el terror de la derecha. Ésta ha sido la motivación fundamental de los resultados electorales, reflejada en palabras del propio Aznar: «No hemos perdido, pero los socialistas han vuelto a ganar, ha votado el miedo». Patética declaración, porque el «miedo» lo producen ellos mismos. Aznar intentó combatir este factor presentándose como «centrista y progresista», pero la demagógica utilización por el PSOE del espantajo de la derecha ha vencido su pretendido y no menos demagógico progresismo.

Los primeros lances políticos que han tenido lugar inmediatamente después de las elecciones no han hecho sino confirmar lo que decimos: el intento de Felipe González de abrazar a Pujol y a Arzallus, de comprometerlos más de lo que ya están en la gestión de la crisis, se ha saldado con un fracaso clamoroso, y eso pese a los tentadores ofrecimientos que les han hecho en Madrid. No obstante, este intento fallido de formar un gobierno de coalición no ha de suponer, naturalmente, un impedimento para la formación de un frente común en la lucha contra el proletariado y otros sectores explotados y oprimidos de la población. En este terreno toda la burguesía y sus partidos políticos siempre se han mostrado de acuerdo, de manera que no hay que descartar algún tipo de colaboración ministerial en el futuro para llevar a cabo esta importantísima parte del programa del «cambio del cambio» o del recambio que ha prometido Felipe González durante la campaña electoral. Todo lo demás resulta mucho más problemático. Es muy sintomático que hasta el monarca se haya visto obligado a hacer un llamamiento a «aunar esfuerzos y buscar compromisos» y que incluso el PP, ese lobo feroz que presentaba Felipe González, se muestre dispuesto a echarle una manita a él y a sus renovadores para ayudarles a sacar al Estado de la crisis.

Esa colaboración a la que todos apelan tiene ahora mismo un nombre: es el llamado «pacto social» mediante el cual tratarán de imponer a los trabajadores un régimen de trabajos forzados, de hambre y de terror, esgrimiendo, precisamente, la «legitimidad» que nuevamente les ha concedido el voto de la «izquierda». Claro que para eso han tenido que desplazar de los puestos claves del partido del Gobierno a aquellos que podían estorbar sus planes con exigencias de tipo presupuestario, tan necesarias para mantener su clientela y que no se les venga abajo el chiringuito. Ésta es, en realidad, la única diferencia que enfrenta a los solchaguistas y los guerristas, todos ellos, por demás, fervientes partidarios de Felipe González. Por este motivo, se puede asegurar, la sangre no llegará al río. Que Felipe González se haya decidido al fin, presionado por la banca y la gran patronal, a arrojar por la borda a significados compañeros de viaje que hasta ahora tan bien le habían servido, no tiene, al menos para nosotros, nada de extraño. Con ello no ha hecho otra cosa que volver a las andadas. Se ha mostrado, una vez más, fiel a sí mismo y a los más poderosos, lo cual, dada su trayectoria, era lo más previsible que ocurriera. Mucho se le está reprochando este comportamiento, pero en realidad, esa tripa llena de aire ya no puede engañar más que a los que tienen interés en seguir engañados.

En cuanto a los sindicatos oficialistas, ¿qué se puede decir que no se haya repetido ya decenas de veces? ¿Se atreverán a poner en tela de juicio esa «legitimidad» arrancada con el chantaje, la imposición y el abuso de los medios de propaganda del capital? ¿Se decidirán a desafiar a los poderes del Estado capitalista y a enfrentar la nueva arremetida contra los más elementales derechos de los trabajadores convocándoles a la lucha? Harán lo que ya tienen ordenado hacer desde sus direcciones corrompidas hasta la médula; es decir, aplicar la nueva y delirante idea sobre la «corresponsabilidad» obrera ante la crisis. Ahora resulta que el obrero tiene que ser «solidario» con el que menos gana o con el que está en paro, y la forma de ser «solidario» es que le reduzcan el salario y admitir que la empresa le despida cuando le venga en gana, tragar con la más absoluta precarización del empleo. O sea, que los obreros tienen que ser solidarios con sus explotadores, condenándose ellos mismos a cobrar menos por su trabajo o engrosar las filas del paro. Es lo mismo de siempre, pero con la «fachatez» (como decía un camarada) de apropiarse el término solidaridad para convertirlo en su contrario. Esto no les va a procurar otra cosa sino un mayor descrédito y aislamiento respecto a las masas, lo que inevitablemente se traducirá en un nuevo auge del movimiento sindical independiente.

¿Qué deberá hacer el Partido ante esta nueva situación? ¿Cuál es la tarea principal y prioritaria? Hemos de dedicar la mayor parte de nuestros esfuerzos a organizar la resistencia obrera y popular.

Ésta es una consigna que está adquiriendo mayor consistencia con cada día que pasa, y no sólo en nuestro país. Los obreros avanzados y otros muchos luchadores y demócratas van comprendiéndola cada vez mejor en todo su significado. Por nuestra parte ya la hemos explicado y difundido en numerosos escritos. Por este motivo sólo voy a señalar aquí tres cuestiones relacionadas con ella que revisten particular interés para nosotros en este momento:

La primera cuestión se refiere a la lucha política, a la necesidad de organizar y encabezar entre las masas obreras y otros sectores populares el más amplio boicot al régimen y a todos los partidos estatales. Ésta es una tarea que no debe quedar limitada a los períodos electoreros o de mayor efervescencia política, sino que ha de ser permanente, al igual que lo son la explotación, los crímenes y los abusos del capital. Que se sientan solos y aislados cometiendo sus fechorías, que no encuentren en ninguna parte la «colaboración» y la «comprensión» que reclaman. Debemos hacer todo lo que podamos para movilizar audazmente a los trabajadores y para llegar a acuerdos con otros partidos, grupos y colectivos democráticos, antifascistas e independentistas a fin de terminar de arrinconar a los estafadores, ladrones y torturadores, a los progenitores y padrinos de los GAL, e impedir que puedan presentarse de nuevo con un respaldo y una legitimidad «democrática» que no tienen ni nunca han tenido. Al mismo tiempo que llevamos a cabo el boicot debemos seguir organizando y extendiendo a todas partes y sectores populares la resistencia activa y la desobediencia civil: el sabotaje, los secuestros de directivos, de empresarios y funcionarios, la negativa a pagar los impuestos.

La segunda cuestión a destacar está relacionada con la lucha armada de resistencia y la organización guerrillera: el Partido debe seguir apoyando la lucha armada sin escatimar ningún sacrificio, tal y como lo ha venido haciendo desde 1975, dado que, como ya está sobradamente demostrado, sin este tipo de lucha no hay lugar hoy día ni para el partido revolucionario ni para ningún movimiento popular consecuentemente democrático. Eso por no extenderme acerca de las posibilidades «legales» y de «tránsito pacífico y parlamentario al socialismo» que nos ofrece el Estado policíaco. Pero con proclamar y dejar bien sentadas y claras estas verdades no basta. De manera particular, hemos de conseguir que se incorpore a la guerrilla un número creciente de jóvenes combatientes y de todos aquellos hombres y mujeres que no están dispuestos a dejarse pisar y quieren batirse por la libertad, la dignidad y una vida mejor para todos los trabajadores aun al precio de derramar su propia sangre. La gesta de los Grupos, el ejemplo de entrega y heroísmo que han dado sus componentes durante tantos años, es algo que ya nadie podrá borrar de la memoria colectiva de nuestro pueblo. Ni podrá ser manchado tampoco por la baba negra y amarilla de los mercenarios de la pluma y demás bocazas de los medios. Y es que casi dieciocho años de combate y enfrentamiento prácticamente ininterrumpido contra la monstruosa maquinaria del «todopoderoso» Estado fascista español es, ciertamente, un balance esperanzador, una pesadilla capaz de quitar el sueño al facha más pintado y que dice mucho, además, sobre el potencial y las posibilidades de desarrollo que encierra la guerrilla popular en esta nueva etapa que ahora se inicia.

La tercera cuestión importante en que se centra nuestra atención en estos momentos está relacionada con la actividad y el fortalecimiento del Partido. Pero dada la importancia de este tema, y a fin de no distraer la atención del análisis de la situación general que ya hemos esbozado, volveremos más adelante sobre ello con más detenimiento.

Es claro a todas luces que ante la perspectiva de un mayor agravamiento de la crisis económica, política y social, el nuevo gobierno no va a poder enfrentar, como los anteriores gobiernos felipistas, la lucha de resistencia que les venimos oponiendo. Por ello no habría que descartar la posibilidad de arrancarle algunas reivindicaciones políticas que favorezcan al movimiento obrero y popular. No estoy aludiendo a la posibilidad de una negociación ni de nada parecido, pues, como ya hemos dicho otras veces, y la experiencia ha corroborado, ningún gobierno se avendrá a negociar realmente con las fuerzas revolucionarias ni nosotros tenemos absolutamente nada que negociar. No obstante, estamos dispuestos a considerar seriamente cualquier iniciativa que puedan tomar las instancias oficiales, tendente a «rebajar la tensión» y a solucionar algunos problemas pendientes. Ni que decir tiene que esta actitud abierta, flexible, del Partido no podrá ser mantenida ni un solo momento si no la basamos en una posición de firmeza y de total apoyo a la lucha revolucionaria de las masas y de las organizaciones armadas independentistas y antifascistas. En este punto, nuestra posición ya la hemos explicado muchas veces y no creemos que sea necesario hacerlo de nuevo.

Hay que evitar suscitar falsas ilusiones y que el enemigo de clase pueda emplear esa posición para confundir a las masas y atribuirnos dudas, divisiones o una «debilidad» que en modo alguno padecemos. En cualquier caso nosotros no haremos jamás concesiones de principio y lucharemos hasta alcanzar todos nuestros objetivos y aspiraciones.

El fiasco europeo

Ciertamente —y a ello se remiten muy a menudo los felipistas y otros mangantes y granujas como ellos—, el problema de la atomización política y social que les amenaza no es exclusivo de España, pues afecta en mayor o en menor grado de intensidad a casi todos los países del mundo. Ésta es una enfermedad de nuestro tiempo, de la época de la decadencia del capitalismo. Sin embargo, no van a poder sudar otros nuestras propias calenturas. Eso es, precisamente, lo que la oligarquía española ha pretendido en los últimos tiempos con sus intentos de integración en Europa, tanto más insistentes desde el momento en que, una vez iniciada la nueva fase de la crisis general del capitalismo y la consiguiente aceleración de los planes para la formación de distintos bloques de intereses imperialistas, llegaron al convencimiento de que no les quedaba «otra salida».

Espoleados por la agravación de la crisis, así como por la incidencia sobre la misma de una serie de nuevos factores tales como el cambio tecnológico y el incremento del desempleo, en la última década el capitalismo monopolista ha impulsado la estrategia neoliberal, la cual tenía como principal objetivo sanear y restaurar la economía como paso previo a un nuevo y largo período de expansión. Pero como ya es sabido, dicha estrategia ha reportado resultados contrarios a los que con ellos se esperaban, terminando por agravar aún más la crisis económica y social de todos los países capitalistas, y en particular la que vienen padeciendo sus dos principales patrocinadores (EEUU y el Reino Unido). Con ello se ha dado paso a un cambio en la correlación de fuerzas económicas entre los Estados y grupos monopolistas y a que aparecieran varios centros de poder. Este hecho, unido a la desaparición de la URSS, ha creado las condiciones favorables para que se vayan agravando las contradicciones entre ellos y a que, como consecuencia, al igual que en otras épocas, hayan aparecido de nuevo las condiciones que conducen a la guerra imperialista.

Es en este marco general donde se han de situar las aspiraciones de la oligarquía española a la plena integración con los poderes económicos, políticos y militares europeos, para formar parte de una «gran superpotencia» imperialista. Por lo demás, éste es un viejo sueño de la clase dominante española, por cuanto de esta manera, además de participar en la rapiña y la opresión de otros pueblos y naciones, quedaría conjurado para siempre —según se creen— el peligro de revolución en España. A este proyecto, largamente acariciado, habrían de ser sacrificados todo lo que no fueran sus propios intereses: la agricultura, la industria, el comercio… hasta la apariencia de soberanía que aún mantiene este país debía ser puesta en la ruleta. Ya se sabe, la burguesía financiera no tiene patria, ni dios, ni amigos. Carece de ideales y de sentimientos por más que finjan tenerlos algunas veces. Sólo sabe de dineros e intereses. Claro que, por la misma razón, cuando se le presenta la ocasión no duda en explotar el patrioterismo, el catolicismo ultramontano y las más rancias tradiciones con tal de mantener sometidos a los pueblos. ¿Acaso no fueron estos mismos cosmopolitas de hoy los que en nombre del «nacionalismo», de la fe y la tradición sembraron la destrucción y la muerte durante tantos años en España?

Estaban tan convencidos de poder llegar a su meta que no sólo lo han sacrificado todo a ese fin «europeísta», sino que se lanzaron a celebrar por todo lo alto su entrada triunfal en la nueva era postmoderna: Olimpiada, Expo, AVE y descubrimiento de América con otros eventos menores y algún tebeo. Al fondo, en una zona de sombras, aparecía tirado en el suelo el cadáver del «terrorismo». Verdaderamente, las maravillas que se fabrican en Hollywood se quedan cortas ante tan gloriosa ficción. Resultaba apabullante, pero más dura les está resultando la caída.

Todavía no se habían apagado los últimos ecos de la fanfarria cuando comenzaron a sonar por todas partes las señales de alarma. Del crac bursátil, del fracaso de Maastricht, el desbarajuste monetario y las devaluaciones de la peseta, con sus secuelas de escandalosas bancarrotas financieras y políticas, ya hemos hablado bastante en Resistencia. La cuestión es que, a través de todo este barullo, se fue abriendo paso poco a poco una clara evidencia: «Europa no nos quiere». Las diferencias sociales, económicas, políticas, culturales, etc., que nos separan desaconsejaban todo ímpetu. Pero no se desanimaron. Su «destino» en lo «universal» pasaba por Europa. Era la última oportunidad, después de la que les fuera ofrecida por Hitler, de figurar en el club de los más ricos, guapos y poderosos. En el peor de los casos —ahora lo reconocen abiertamente—, la imposible empresa sería un acicate para estimular el espíritu de competencia, el individualismo, la insolidaridad, el ansia de lucro y todo lo que conforma el programa de «progreso» y «modernidad» que ha estado vendiendo sin ningún pudor, durante años, la banda felipista.

¿Qué podían buscar los representantes de la oligarquía española en su unión con la Europa rica y poderosa sino dinero, créditos baratos, inversiones, tecnología de punta y protección? Como ya advirtiera en su día algún reticente europeísta, la Europa de los mercaderes, que es todo lo que ha resultado de tanto tira y afloja, no les interesa, pues esa Europa sólo desventajas y ruina les aporta. La manifiesta incapacidad de la economía española para competir, para hacerse un lugar en el gran mercado, sólo podía ser compensada con los famosos fondos de cohesión y otras ayuditas que ahora tendrán que extraer de las costillas y espaldas de los trabajadores.

Europa «no nos quiere», esto es muy cierto, a no ser para hacer de gendarme de las fronteras comunitarias y para utilizar a los jóvenes españoles como carne de cañón, lo cual no le impide vaciarnos los bolsillos y estrujarnos hasta la última gota de sangre. ¿Quiénes son los responsables? Además, ahora, los españolitos de siempre vamos a tener que pagar los gastos de la juerga de los señoritos y cargar con los platos rotos. Y no sólo eso: también vamos a tener que cubrir los «agujeros negros» que han ocasionado a las arcas públicas las estafas monumentales realizadas por conocidos personajes vinculados al partido del Gobierno que, para mayor escarnio, todavía continúan «ejerciendo».

Estos truhanes habían decidido jugarse a una sola carta el pan, el trabajo, la salud y el futuro de la inmensa mayoría de los españoles. Han hecho confesión de fe europeísta (lo mismo que en otra época lo hicieron del patrioterismo fascista) porque, dada la tendencia a la concentración e internacionalización inherente al capitalismo —más acelerada en su fase actual monopolista—, habían calculado que sus intereses serían mejor defendidos con su integración en el «bloque» europeo, en la nueva «gran potencia» imperialista.

Como ya hemos explicado otras veces, la tendencia a la concentración y centralización del capital es una ley objetiva del capitalismo. Por influjo de dicha ley se formaron, hacia finales del siglo XIX, los monopolios y el capitalismo financiero que hoy dominan las relaciones económicas; los grupos monopolistas de los distintos países y el denominado capital «transnacional» o «multinacional» son también resultado de esa tendencia. No obstante, hay que tener en cuenta que dicha internacionalización no sólo no suprime la competencia y la lucha entre los capitalistas y sus Estados, sino que, por el contrario, la intensifica, haciendo que la lucha entre ellos sea más enconada y que se extienda por todo el planeta. Por este motivo se puede afirmar que tan real u objetiva como la tendencia a la concentración y la cooperación es la ley contraria, o sea, la tendencia a la desintegración y el enfrentamiento, siendo ésta la que, llegado un momento, se impone como la tendencia principal. Por este mismo motivo, como señaló Lenin, es imposible la formación de una suerte de «ultraimperialismo» capaz de poner fin a la competencia y conflictos que genera el sistema y que están en la base misma de su existencia. Y esto es válido tanto para la pretensión norteamericana de dominar el mundo, de erigirse en gendarme y amo internacional y de moldear a la sociedad con arreglo a sus patrones o intereses, como para esa otra «superpotencia» europea.

Bajo el capitalismo sólo son posibles bloques y alianzas limitados a unos cuantos Estados para llevar a cabo la lucha frente a otros bloques o alianzas por el reparto de mercados, de las fuentes de materias primas y las esferas de influencia. Es lo que está sucediendo actualmente con la formación de tres grandes bloques, aún no claramente delimitados, cuyo fin no puede ser otro que la lucha por un nuevo reparto territorial del mundo. De estas alianzas están excluidos los débiles. Éstos, en el mejor de los casos, podrán desempeñar el papel de subalternos, pero en general su destino no es otro que el de ser despedazados y engullidos por los grandes tiburones. Son los que la historia ha designado para ser los seguros perdedores. Y entre estos últimos se encuentra el Estado español.

¿Justifica acaso este destino el «esfuerzo» realizado por la oligarquía española y sus criados socialfascistas para situarse entre los «ganadores»? ¿O ha sido, precisamente, esa política de «integración» en Europa la que nos ha colocado en posición de servir de pasto a las aves de rapiña imperialistas?

Esta crisis del régimen y el atolladero donde se halla metido el sistema no tienen más salida que la revolución socialista. Ésta, que parece una manifestación ya manida y un tanto «pasada de moda», no es sino el resultado lógico natural, históricamente necesario e inevitable, de toda la evolución que ha seguido la sociedad burguesa desde sus orígenes hasta nuestros días; lo que en la situación concreta de España, debido a las particularidades que ha seguido su desarrollo, se manifiesta de forma mucho más nítida que en ningún otro país de Europa occidental.

Llegamos tarde y mal equipados a la era industrial, sin haber resuelto los grandes problemas políticos, administrativos y culturales que los otros Estados ya habían resuelto con bastante antelación. Y esos problemas (la débil estructura económica y tecnológica, la cuestión nacional, los privilegios de la Iglesia, la posición de España en Europa y ante el resto del mundo) aún siguen sin resolver. Esto es consecuencia de haberse frustrado, al menos en dos ocasiones, la revolución democrática que debía habernos librado de ellos y de esa casta anacrónica que es la causa de todos los males que ha padecido, padece y aún habrá de padecer España.

La desintegración del Estado

y el nuevo auge del movimiento revolucionario

Con el mito de la integración en Europa han caído también por los suelos las esperanzas de la oligarquía española de una pronta recuperación económica. No ha corrido mejor suerte el intento de mantener bajo su dominación el conjunto de naciones y territorios que conforman el Estado. Alguien ha señalado ya este peligro, advirtiendo sobre la amenaza de «ruptura del mercado» que supone. Y no anda muy mal encaminado.

Esfumadas las perspectivas de unidad política y abiertas de par en par las fronteras a la penetración de capital y las mercancías exportadas por los grupos monopolistas más fuertes de Europa, ¿cuánto tiempo puede tardar en que se deshagan los ya de por sí débiles lazos que unen a las burguesías periféricas con la burocracia de Madrid? De este modo, el mercado español no sólo se va a quedar inerme, sino que se verá reducido, probablemente, a lo que sus «socios» comunitarios tengan a bien concederles por interés político. Así que, si la «unidad de la patria» se fue haciendo cada vez más problemática a medida que se acercaba ese gran momento de su encuentro con Europa, ahora, una vez que la ansiada unidad ha sido descartada por la fuerza de los hechos, las tendencias centrífugas y disgregadoras son ya irrefrenables, quedando poco margen para evitar el conflicto. A ello ha contribuido también el debilitamiento de los lazos entre las diversas burguesías y la misma identidad estatal ante lo que aparecía en el horizonte como una unidad más amplia, más plurinacional y más segura. Sólo así se explica que la burguesía española celebrase la desaparición de la Unión Soviética y que luego haya incluso participado en la desmembración y reparto de lo que fuera la Federación Yugoslava y se alineara en todos los terrenos contra Serbia. Ahora bien, lo que la banda de felipistas parece ignorar (y con esta banda despreciable toda la cohorte de bufones de su majestad, el necio rey Juanito), es que también a ellos la historia les tiene reservado un destino parecido, pues no anda lejano el día en que se verán tratados de la misma manera por unos esbirros que recibirán su sueldo, en dólares o en marcos, de las mismas manos que los reciben ahora ellos por su magnífica colaboración en el reparto que está teniendo lugar en los Balcanes, en Oriente Medio y en otras zonas del planeta.

Por lo demás, la recesión que ya ha hecho estragos en la débil estructura industrial y financiera de la economía española y la entrada en vigor del mercado único (que no puede sino agravar aún más la ya de por sí precaria situación de las empresas), acentuarán cada día más las contradicciones dentro de los grupos monopolistas y la contradicción que enfrenta al Estado español con los otros Estados capitalistas. En estas circunstancias, y en medio de la crisis mundial, nuestro país está abocado a convertirse, como en otras épocas, en un área de disputas entre bloques y grandes potencias. Esto la oligarquía española no lo puede evitar, pues rebasa con mucho su propia fuerza y capacidad. Sólo la revolución socialista podrá evitarlo. Pero la revolución plantea sus propias exigencias, las mismas que han sido recogidas en el Programa del Partido que hemos presentado a la consideración de todos los camaradas. Por este motivo no me voy a detener aquí en ellas, como, en general, en otras cuestiones de la táctica y el Programa que también han sido recogidas en ese mismo documento.

En lo que respecta a la situación de la clase obrera y de otros sectores populares que dependen de un salario o de la «ayuda» del Estado para poder sobrevivir malamente, la gravedad alcanza tales extremos que se puede asegurar que ha sobrepasado ya todos los límites. Ésta es la causa principal del descontento, del odio acumulado y de la ira que se expresa todos los días de múltiples formas en pueblos y barrios, en la calle, en las escuelas y centros de trabajo. La situación en España se ha vuelto realmente explosiva. Si a esto añadimos lo que ha sido señalado, es decir, el descrédito de los partidos y sindicatos y demás instrumentos represivos del régimen; si además no perdemos de vista esa importante fisura que se está abriendo dentro de la misma clase dominante y que amenaza con romper en mil pedazos el delicado entramado institucional de la monarquía tan laboriosamente «atado y bien atado»; si a todo esto añadimos la situación internacional y las repercusiones que ya está teniendo en España; si tomamos todos estos factores en consideración y ponemos también en la balanza la organización, la Línea Política y la voluntad y decisión de lucha del Partido, comprenderemos la naturaleza de la crisis y la gran envergadura del trabajo que tenemos ante nosotros.

Nos hemos habituado a observar la crisis del régimen, en ella hemos incidido muchas veces con nuestra actividad revolucionaria y a ella nos hemos referido en numerosas ocasiones, definiéndola como «crisis revolucionaria». No obstante, se podría argumentar que nada de lo que ha ocurrido en España en los últimos años tiene que ver con una situación semejante. ¿Nos hemos equivocado, eran justas nuestras apreciaciones, o, en el mejor de los casos, sólo expresaban «un buen deseo»? Veamos.

Cuando anunciamos la crisis revolucionaria en 1974 no nos equivocamos ni exageramos la nota lo más mínimo. La crisis estaba presente y reventó por donde tenía que hacerlo, dado el conjunto de circunstancias que ocurrían en aquel momento. Más tarde seguimos hablando de la crisis un poco por inercia, pero la crisis estaba ahí, también presente, como se demostró en la caída de Suárez y la intentona golpista del 23-F. Después de esta asonada, y tras el triunfo del felipismo dijimos que la crisis continuaba, pero que su estallido había sido aplazado por los famosos diez millones de votos que con mil trampas y engaños lograron arrancar a los trabajadores. Esta tesis también se ha confirmado.

¿En qué nos basamos para hablar de crisis revolucionaria y no de una simple crisis de gobierno, por ejemplo? En que una crisis de Gobierno no pone en cuestión los cimientos y la estructura misma del Estado, mientras que las crisis revolucionarias lo son, precisamente, porque amenazan con poner todo patas arriba sin respetar nada, ni propiedad, ni altar, ni trono. Una crisis revolucionaria lo es también porque no puede ser controlada por la clase que detenta el poder y, consiguientemente, no puede prever sus resultados. Su inseguridad aumenta a medida que pierde los estribos y el caballo de la revolución se desboca y marcha, por así decir, libre de toda traba o condicionamiento político o institucional. Sin embargo, debemos aclarar que una situación revolucionaria, o de crisis revolucionaria como lo acabamos de describir, no presupone necesariamente el triunfo de la revolución. Para eso se tienen que dar otras condiciones, especialmente una predisposición en las masas a la lucha hasta el final y la existencia de una vanguardia organizada con la suficiente experiencia y capaz de conducirlas a la lucha por el poder.

Ninguna de estas condiciones se daban en los anteriores períodos o fases por las que ha atravesado la crisis del régimen. Esto explica la relativa facilidad con que pudieron controlar la situación y restablecer el «orden», mientras los comunistas éramos conducidos a la cárcel. Las masas no nos han seguido, ciertamente, pero es que nosotros tampoco estábamos preparados para conducirlas ni nos proponíamos hacerlo más allá de cierto límite; ante todo buscábamos inculcar en ellas el espíritu de resistencia y de oposición más radical al reformismo e ir ganando al mismo tiempo posiciones, atrayendo hacia el Partido al sector más esclarecido de la clase obrera. De otra manera, sin lograr estos dos objetivos, no se podía pensar seriamente en dirigir los futuros combates que estábamos convencidos se habrían de librar, y menos aún hacer la revolución.

Hoy la situación es muy distinta a la que nos encontrábamos hace diez, quince o veinte años. La crisis del régimen se ha agravado de forma extraordinaria, haciéndose irreversible. No nos encontramos ante el comienzo de un proceso de reformas, unas perspectivas de expansión económica y partidos burgueses prácticamente «vírgenes», como a comienzos de la década de los 80, sino al final de dicho proceso, cuando ya han agotado el «carrete» de la reforma, los partidos aparecen completamente prostituidos, ante un horizonte económico más que sombrío y un panorama internacional amenazante por los cuatro costados.

En lo que respecta al nivel de lucha y de conciencia de las masas, el cambio de la situación no ha sido menor. Basta con reparar en las cifras de horas perdidas por huelgas en los dos últimos años, así como en la radicalización y la virulencia de las luchas en la calle, y compararlas con las de los otros países industrializados e incluso con las de nuestro propio país durante la «década de la infamia», para darse cuenta de ello. Es verdad que las masas aún no han llegado al grado de «desesperación» que hace falta para que se lancen «a por todas», pero llegarán mucho antes de lo que generalmente se piensa, podemos estar seguros.

Por último tenemos el Partido (y la guerrilla, porque no es posible separarlos cuando se hace, como lo estamos haciendo nosotros ahora, una valoración de la situación y del estado de las fuerzas revolucionarias). ¿Qué decir sobre este particular que no hayamos dicho ya?… Que somos unos pocos más de los que éramos (ahora nos cuentan por decenas, lo cual denota un cambio significativo en la apreciación que de nuestra fuerza hace el enemigo), que estamos aquí, como quien dice más frescos y enteritos que nunca, más maduros desde el punto de vista político e ideológico (también en el otro sentido, hay que reconocerlo), mucho más reconocidos e identificados por las masas y, en fin, tan dispuestos como al principio a seguir el combate. Lo cierto es que tenemos motivos para sentirnos orgullosos y relativamente satisfechos, pues, aunque con muchos esfuerzos y superando enormes dificultades, hemos ido dando cumplimiento a las tareas que nos habíamos propuesto para seguir avanzando.

Se sobreentiende que éste es un mérito que no corresponde únicamente a los camaradas presentes. Por nuestra parte hemos hecho sólo lo que nos correspondía. Otros militantes, especialmente los caídos en la lucha, los torturados y los que aún siguen presos, han hecho todo lo demás. Y es indudable que sin esa labor realizada por ellos y sin su sacrificio, su heroísmo y su entrega generosa y desinteresada a la causa, no hubiéramos podido continuar y, con toda probabilidad, hoy no nos encontraríamos reunidos aquí. Procuraremos ser dignos de esa confianza que han depositado en nosotros.

Los que nos sucedan juzgarán, en todo caso, en qué nos hemos equivocado, ya que por nuestra parte no encontramos en la actuación que hemos seguido ningún error destacable que debamos rectificar o no hayamos rectificado. Es cierto que resulta imposible que en una etapa tan larga y difícil como la que hemos atravesado no se hayan cometido errores. Y el Partido, qué duda cabe, los ha cometido (todos cometemos errores). Pero éstos siempre fueron criticados y corregidos a tiempo o cuando fue posible hacerlo. Tal ocurrió, por ejemplo, con las desviaciones «izquierdistas» cuyas consecuencias tanto nos ha costado reparar. Otras veces ha sido el voluntarismo, cuando hemos querido avanzar más de lo que era posible y se ha producido algún tropiezo. No obstante, más que esos defectos o errores, habría que destacar el espíritu de entrega y de constante superación que ha animado en todo momento a los camaradas. Ésta es una prueba de que la línea general que hemos seguido ha sido esencialmente justa.

Claro que todo el mundo no estará de acuerdo con esta consideración ni con la trayectoria que ha seguido nuestro Partido. Pero desde luego lo que sí podemos asegurar es que en todo momento hemos trazado nuestra Línea, hemos elaborado los planes de trabajo y hemos actuado con total y absoluta independencia y libertad, y eso no sólo con relación a la burguesía española, sino también respecto a cualquier país o poder ajeno. ¿Quiénes, qué otro partido puede asegurar lo mismo? Éste es un gran «misterio» que envuelve a nuestro Partido y al movimiento revolucionario. Y ciertamente «da mucho que pensar» el que hayamos podido ponernos en pie y caminar enfrentados abiertamente a la maquinaria del Estado fascista español, sin contar con los «consejos» ni las «ayudas» de nadie, sino basándonos en nuestras propias fuerzas.

En realidad, ha sido esa misma independencia no hipotecada por ningún condicionamiento de tipo económico, político o ideológico, lo que nos ha permitido actuar siempre en los momentos y en la forma en que lo hemos hecho y no como, seguramente, nos hubieran impuesto otros; ésta ha sido una gran ventaja que ha tenido el PCE(r) con respecto al PCE. Esta independencia hemos de preservarla a toda costa como una gran conquista de la clase obrera de nuestro país, ya que sin ella, como está suficientemente demostrado, el Partido y su línea revolucionaria no pueden existir.

(…)

Es la guerra

Aún no había terminado de ser demolido el Estado Soviético, cuando las contradicciones interimperialistas empezaron a ocupar el primer plano de la escena internacional. Consecuencia inmediata de este derrumbamiento y del resurgimiento de la gran Alemania fue la guerra del Golfo, que nuestro Partido calificó, nada más comenzar, como «la primera batalla de la III Guerra Mundial». Esta llamada de alerta fue recibida por mucha gente con claras muestras de escepticismo. ¿Una nueva guerra mundial ahora, cuando ha desaparecido la única causa que podía provocarla? El coro de la propaganda imperialista, que siempre habla de paz cuando más febriles son sus preparativos guerreros, había logrado crear la confusión necesaria para sus planes. Pero esta situación duró poco tiempo. A la iniciativa yanqui de atacar Irak siguió el reconocimiento por parte de Alemania de Eslovenia y Croacia. Esta medida, que fue respaldada por los gobiernos de la CEE (si bien es verdad que algunos lo hicieron a regañadientes), habría de suponer la guerra en los Balcanes, y ellos lo sabían. Inmediatamente, los EEUU respondieron con el «golpe de Minsk», que de hecho ponía a la Rusia burguesa a sus pies. Y la lucha ha continuado en Somalia y tiende a extenderse. Esta vez no se trata de «contener» al comunismo, sino de ocupar posiciones geoestratégicas como primer paso del enfrentamiento entre los grandes Estados capitalistas.

Este enfrentamiento aparece cada día más claro e inevitable, por más que traten de disimularlo con ataques a terceros países y utilicen a éstos como intermediarios, azucen a unos pueblos contra otros y siembren el odio y las intrigas por doquier. Es la vieja táctica de los imperialistas de dividir a los pueblos y utilizar cualquier pretexto para agredirlos y someterlos. ¿Cuánto tiempo tardarán los mismos imperialistas en llegar directamente a las manos? Todo depende de cómo se desarrollen los acontecimientos en Rusia y en el área de los Balcanes. Asia parece una zona impenetrable para ellos, al menos por el momento. La existencia de China Popular, su estabilidad política y el fuerte incremento de su tasa de crecimiento económico, así como la política de buena vecindad que está desarrollando, disuaden a los imperialistas de intentar llevar a cabo allí nuevas aventuras. Pero aun así lo están intentando de nuevo en Corea, en Hong-Kong y en otros lugares. África y América Latina se han convertido en territorios «de nadie», en zonas de nuevo reparto. Como resultado del derrumbe de la URSS, una nueva colonización de esas extensas zonas parece inevitable, por más resistencia que opongan sus pueblos. Se va confirmando lo que decíamos en «Crisis de desarrollo y desarrollo de la crisis»:

«El socialismo se ha convertido en una necesidad apremiante, en una cuestión de vida o muerte para más de las tres cuartas partes de la población del mundo. Esto es válido igualmente para los pueblos de la URSS y de la RPCH. Sólo el socialismo ha permitido a estos pueblos salir en muy pocos años de su atraso secular y ponerse a la cabeza en muchos sectores del desarrollo económico, social, tecnológico y cultural; y eso pese a todos los chantajes y las agresiones de que han sido objeto por parte del imperialismo. En cambio, la vía de desarrollo capitalista, la «democracia» y demás baratijas que ahora les están ofreciendo, ¿qué les ha traído? Sólo la ruina, la desmoralización y el oprobio nacional.

Algo parecido les ha ocurrido a la gran mayoría de los países que forman el llamado Tercer Mundo. La «deuda», la esquilmación y la bancarrota económica, así como todos los desastres y lacras sociales que se han abatido sobre ellos, no son más que la consecuencia de un tipo de desarrollo para el que realmente no existe ninguna salida. Éste es un problema histórico que sólo podrá ser resuelto por una revolución popular que modifique radicalmente las antiguas relaciones económicas de la explotación capitalista. De otra manera, ¿qué pueden esperar del capitalismo todos esos pueblos y naciones que no sea su devastación?

Al arruinar a esos países y provocar la crisis social que actualmente padecen, el capitalismo ha restringido aún más su campo de actuación económica. La «recuperación» de los mercados del Este de Europa, en tales condiciones, no es más que una ficción que no llegará a realizarse. El deterioro de la economía y la insolvencia de esos países hacen poco menos que imposible el que puedan incorporarse al campo de las relaciones económicas capitalistas y atender todas sus exigencias. Por tal motivo, el imperialismo tendrá que basar cada día más su existencia en el expolio descarado, en el empleo de la fuerza y en la agresión abierta».

Por el momento, pensamos que no se puede detener el pillaje de los imperialistas, por lo que tendrá que ser la propia guerra la que límite y ponga fin a sus atropellos. El viejo «orden» no se podía tener en pie por más tiempo, dada la debilidad que aquejaba a la URSS y a los demás Estados socialistas ya desde su mismo origen. La URSS, particularmente, no ha cesado de estar en guerra y de sufrir el acoso prácticamente durante los 70 años de su existencia. La experiencia de todos estos años había demostrado que no le quedaba más que una de estas dos alternativas: avanzar hacia la profundización del proceso revolucionario, enfrentándose para ello al imperialismo, o detenerse a mitad de camino para terminar siendo víctima de sus propios errores e inconsecuencias. Pero su derrumbamiento final no ha dado paso a un «nuevo orden» internacional, ni está claro todavía cómo deberá ser creado éste en las condiciones de crisis general del sistema capitalista. Desde luego, lo que sí se puede asegurar es que los EEUU no van a poder imponer la esclavitud a los pueblos por más que lo intente. Su política hegemonista, su pretensión de avasallar incluso a los demás Estados imperialistas, está también destinada al fracaso. Ésta es la fuente de la mayor parte de los conflictos actuales.

La nueva diplomacia de las cañoneras que han inaugurado, la agresión y ocupación militar so pretexto de «ayuda humanitaria», el establecimiento de «zonas de exclusión» sin límites para ellos, la utilización de la ONU para sus fines guerreros, expansionistas y avasalladores, la violación de la soberanía de los otros países y de toda norma de derecho internacional, todos estos hechos y otras muchas circunstancias, son la guerra, a no ser que consideremos como la cosa más normal, o como ese «nuevo orden» del que tanto se habla últimamente, el recurso a la fuerza y las demás tropelías que está cometiendo por todo el mundo esa banda de gángsteres y matones que gobierna los EEUU.

Lo cierto es que éstos pretenden controlar las fuentes de materias primas y las zonas geoestratégicas, sin lo cual no podrían tratar de imponerse a las otras potencias imperialistas. Hasta dónde les van a dejar éstas ir, sin verse en el papel de parientes pobres, es cosa que está por ver. Pero en cualquier caso se verán impelidas a luchar, ya que de esta lucha van a depender a partir de ahora sus intereses «vitales».

¿Qué podemos hacer ante esta situación? En un primer momento no mucho más de lo que ya estamos haciendo. Hay que tener en cuenta las medidas de sobreexplotación que ya están tomando todos los gobiernos capitalistas para tratar de «salir de la crisis». Éstas están siendo acompañadas de otras medidas de carácter político, policial y militar, destinadas a controlar a las masas y a convertir a los llamados países «democráticos» en verdaderos presidios para los trabajadores. Son previsibles nuevas y aún más draconianas medidas represivas en previsión de la situación de «emergencia» que pueda presentarse a no muy largo plazo. La formación de gobiernos de «unidad nacional», las expulsiones y deportaciones masivas de inmigrantes o su detención en campos de concentración serán otras tantas medidas de uso corriente. Pero, sobre todo, desatarán una caza de brujas, una persecución de todos los «sospechosos» o susceptibles de ofrecer alguna resistencia o de expresar opiniones contrarias o algo distintas de la opinión oficial. Todo esto se hará —lo están haciendo ya— en nombre de la «democracia», de los «derechos humanos» y de la lucha contra el «terrorismo», naturalmente.

Como decimos, tal y como se presenta actualmente la situación, esta avalancha militarista, fascista, policíaca, va a resultar muy difícil de contener en un primer momento, por lo que al mismo tiempo que la denunciamos, alertando sobre las nuevas cargas económicas, las nuevas masacres y los nuevos sacrificios que han de suponer para las masas populares, debemos prepararnos en todos los terrenos para hacerle frente y meternos en «aguas aún más profundas», en espera de una situación más favorable que, inevitablemente, llegará. Habrá, pues, que preservar las fuerzas organizadas e incrementarlas hasta donde sea posible, sin exponerlas más de lo necesario, de manera que cuando se presente la ocasión podamos tomar la iniciativa y derrocar al régimen. Más sobre este particular no se puede adelantar en estos momentos.

¿Quiere esto decir que en tal situación no se puede mantener la lucha o que cualquier forma de resistencia acabaría en una derrota? Ésa sería una consideración falsa y capitulacionista, puesto que si se parte de esa idea, de la consideración de que la lucha no habrá de servir para nada, ¿para qué tomarse entonces la molestia de resistir? Nosotros estamos convencidos de que al fascismo y al imperialismo se les puede vencer y de que en esta derrota las masas populares habrán de jugar el papel principal. Este convencimiento está avalado por nuestra propia experiencia, pues creemos haber demostrado que, aun en las peores condiciones imaginables de terror fascista, siempre se puede combatir.

Esta misma experiencia es la que nos permite ser objetivos y no precipitar un desenlace que puede resultar desfavorable. Hay que tener en cuenta la correlación de fuerzas a nivel general y más concretamente en nuestro país, la cual resulta ahora a todas luces desfavorable para la causa popular. Esta situación tendrá que cambiar. De hecho ya está cambiando y la guerra no hará sino acelerar mucho más esta tendencia. Debilitará a los Estados imperialistas, elevará la conciencia política de las masas, les mostrará claramente el camino de la lucha armada a seguir para liberarse y, en definitiva, posibilitará un nuevo ascenso de la revolución mundial. Mientras tanto, y hasta que llegue ese momento, debemos ser pacientes y proseguir la lucha de resistencia con todos los medios a nuestro alcance hasta convertirla en guerra civil revolucionaria.

La guerra imperialista, si se produce —y es lo más probable— habrá de facilitar también la obra. Esto que acabo de decir puede parecer paradójico, pero no lo es si consideramos fríamente las cosas. Hoy no está en manos de nadie evitar o detener la guerra. Y por lo mismo, resultaría un grave error lamentarnos, ponernos a lloriquear cuando ésta estalle o sea declarada. La posición del partido revolucionario ante la guerra no puede ser la de ponerse de parte de los pacifistas o la de tratar de atenuar las contradicciones, sino la de prepararse en todos los terrenos y aprovechar dichas contradicciones para llevar a cabo la revolución.

Por lo demás, nosotros, comunistas, no somos partidarios de la guerra; incluso se podría decir que somos sus más encarnizados enemigos, puesto que al oponer la guerra civil revolucionaria a la guerra imperialista no hacemos otra cosa sino crear las condiciones que permitirán acabar con todas las guerras. Nosotros no consideramos que la guerra sea una fatalidad, sino resultado de determinadas relaciones sociales, de relaciones entre los Estados y clases que forman la sociedad; tampoco hacemos depender el triunfo de la revolución socialista de la masacre y la catástrofe que supone siempre toda guerra imperialista, pues la experiencia ha demostrado que la revolución puede triunfar sin que se haya producido antes una guerra de ese tipo. Ahora bien, en situaciones como las que enfrenta hoy la humanidad, la guerra imperialista no sólo es posible, sino que podría convertirse en un aliado involuntario de la revolución. Esto ya ocurrió durante la I y la II guerras mundiales desencadenadas por los imperialistas y puede volver a ocurrir en la tercera en una escala mucho mayor y, por lo mismo, de forma ya irreversible. Pero la revolución, en cualquier circunstancia, es necesaria e inevitable, y es lo único que, en última instancia, puede impedir la guerra. Ambos fenómenos tienen sus causas más profundas en la crisis del sistema capitalista, en la contradicción fundamental que lo corroe por dentro.