Una crisis de Estado

* Declaración de la Comisión Política del Comité Central del Partido Comunista de España (reconstituido) – 27 de mayo de 1994.

Lo que comenzó con la presentación de la comedia «la lucha contra la corrupción» durante el llamado «debate del estado de la nación», ha terminado —fuera del guión previsto— con el esperpento de la huida y la búsqueda de Roldán, ex-jefe de la odiada Guardia Civil, disconforme con ejercer el papel de cabeza de turco. Por si fuera poco, Roldán ha amenazado con tirar de la manta en el asunto de los fondos de reptiles y del GAL, sembrando el pánico en el Gobierno y demás instituciones del Estado. De esta forma, la farsa se ha trocado en tragedia o, lo que es lo mismo, en la situación de crisis más grave atravesada por el régimen desde el 23-F.

No es extraño, pues, que ante esta situación los poderes fácticos y sus testaferros estén reunidos en sesión permanente, al monarca no le llegue la camisa al cuello, los espadones se muestren nerviosos y las ratas felipistas empiecen a abandonar el barco.

Decir que no nos ha sorprendido nada de lo que está ocurriendo no sería del todo cierto, pues, en verdad, hemos de reconocer nuestra perplejidad —como pensamos que le ha sucedido a la mayoría de ciudadanos de a pie de nuestro país— ante el hecho tan infrecuente de que un ex-gobernador del Banco de España y un ex-director general de la Guardia Civil, que hasta hace poco ocupaban sus respectivos cargos, el primero haya pasado unos días en prisión por defraudar a Hacienda y por tráfico de influencias y el otro se encuentre en busca y captura por delitos propios y ajenos. No ha sido para nosotros una sorpresa, sin embargo, el que el Gobierno y el Estado atraviesen por una situación tan crítica, ya que eso es, precisamente, lo que desde antes de los fastos y carnavaladas del 92 venimos anunciando.

«La crisis del régimen —decíamos en el Informe Político presentado al III Congreso del Partido tan sólo unos días después de celebrarse la última farsa electoral— se ha agravado de forma extraordinaria, haciéndose irreversible. No nos encontramos ante el comienzo de un proceso de reformas, unas expectativas de expansión económica y unos partidos prácticamente “vírgenes”, como a comienzos de la década de los 80, sino al final de dicho proceso, cuando ya han agotado el “carrete” de la reforma, los partidos aparecen completamente prostituidos, ante un horizonte económico más que sombrío y un panorama internacional amenazante por los cuatro costados». Por eso mismo, al hacer una valoración sobre la cuarta victoria electoral felipista, no nos dejamos llevar por las apariencias y señalamos que los votos obtenidos por el partido del Gobierno eran «votos a regañadientes», «votos prendidos con alfileres».

Todo esto que decíamos es lo que se está poniendo de manifiesto en la nueva crisis que padece el régimen desde antes de la muerte de Franco y que no ha conseguido superar. Basta con ver lo que el Gobierno y la oposición están tratando de ocultar con el guirigay de la «corrupción» para darse cuenta de que no se trata de una crisis de Gobierno sino de Estado, y que éste vuelve a encontrarse tan aislado y deslegitimado como en 1975 y 1981. Esto sucede a los pocos meses de haberse celebrado unas «elecciones democráticas» generales, en las que el PSOE ha estado a punto de conseguir tantos votos como en 1982. ¿No es acaso este aparente contrasentido la prueba más palpable del fracaso de la Reforma, de la permanencia de los mismos factores económicos, políticos e ideológicos que alimentan la crisis del sistema desde hace más de veinte años?

Es evidente que ese aislamiento y deslegitimación no se deben tan sólo a la corrupción, como intentan hacérnoslo creer los partidos institucionales y sus medios de propaganda. La corrupción no es más que una manifestación —entre otras— de la crisis y de la descomposición política a la que han llegado y está siendo utilizada, sobre todo, como cortina de humo para «ocultar otros problemas más graves y responsabilidades más sangrantes del poder, todas ellas derivadas del estado de las “cañerías” y de las cloacas, donde, según aseguraba Felipe González, se defiende el “Estado de Derecho”: o sea, la guerra sucia, las detenciones arbitrarias, la tortura sistemática, el exterminio de los presos políticos, los asesinatos de los oponentes del sistema, los crímenes del GAL, etc.».

En suma, para encubrir que el terrorismo de Estado sigue siendo un instrumento esencial de la oligarquía monopolista para mantenerse en el poder, esclavizar a la clase obrera y no verse desbordada por el movimiento revolucionario de masas. Lo que no dicen los Felipe, Anguita, Aznar, Pujol, Arzallus y compañía es que la corrupción es el precio a pagar por el silencio y la colaboración de todos los partidos que ellos representan en esa guerra sucia. ¿Acaso los fondos de reptiles, las extorsiones y otros negocios, no están destinados a estimular el celo de sus torturadores y mercenarios? ¿De dónde sacan los partidos miles de millones de pesetas (aparte de las que ya reciben directamente del Estado), si no es de las «mordidas», sobornos, fraudes, estafas y otros negocios cenagosos?

Pero ese pacto de silencio no podía durar eternamente ni sustraerse al navajeo político, a las peleas y luchas de intereses oligárquicos en un momento en que la crisis aprieta y hay cada vez menos que repartir, el barco hace aguas por todas partes y aumenta el descontento popular. De ahí que unos y otros se hayan visto obligados a jugar con fuego para recuperar alguna credibilidad entre las masas, conseguir votos y desbancar al adversario en su pugna por el poder y el reparto del botín. Por ello no es casual que al destapar el tarro de las esencias «democráticas» se les haya ido de la mano, hasta el punto de convertir la guerra sucia y el terrorismo de Estado en un bumerán que se ha vuelto no sólo contra el Gobierno que la ha llevado a cabo, sino también contra todos los partidos que aprobaron los presupuestos destinados a los fondos reservados, que han estado apoyando la guerra sucia y de la que también se han aprovechado.

El que todo esto haya sucedido justamente cuando más empeñados estaban en encubrir sus infamias es la mejor demostración de su aislamiento y deslegitimación entre los trabajadores, de su profunda crisis. Y es que no es sólo la corrupción, «sino la creciente oleada de indignación entre las masas por todos esos abusos y crímenes, la independencia y la radicalización de sus luchas, los continuos progresos del “partido de la abstención” o, en otros muchos casos, la desvinculación del voto, la extensión del boicot político, de la desobediencia civil y de otras formas de resistencia de los trabajadores, lo que constituye —como afirma el Informe Político del III Congreso— la más clara manifestación de la crisis que habíamos anunciado con tanta antelación». Sólo así, debido a la naturaleza fascista del régimen, se puede entender que la simple insinuación del antiguo jefe de los picoletos de «tirar de la manta» haya actuado de detonante de la actual situación y puesto contra las cuerdas al Gobierno y al Estado. ¡Hasta ese extremo llega su debilidad!

Precisamente, si algo destaca por encima de todo como factor determinante de la agravación de la crisis, es el papel decisivo que, como en otros períodos, está desempeñando la clase obrera. Sin olvidar los efectos políticos de la huelga del 27-E, las últimas luchas que está protagonizando por todas partes contra los cierres de empresas y despidos, en las que destacan los sabotajes, las barricadas y enfrentamientos con las fuerzas represivas, no cabe duda que están contribuyendo en gran medida a aislar y debilitar aún más al Gobierno. Por lo demás, ya se ha hecho habitual por parte de los trabajadores reventar los congresos, mítines y actos del partido felipista, lo cual es doblemente significativo por tratarse en muchos casos de obreros que hasta ahora disfrutaban de las mejores condiciones laborales y salariales del país y en los que el PSOE y UGT tenían su más fiel clientela. Ante hechos como éste, y sin nada que ofrecer realmente, se explica que los felipistas hayan tenido que sacrificar a algunos de sus colegas de fechorías para capear el temporal y que no se diga que no cumplen sus promesas. ¿Qué otra cosa pueden ya ofrecer, como no sea el aparentar que están dispuestos a combatir la corrupción que ellos mismos han contribuido a extender y de la que se han beneficiado a manos llenas? Se comprende, pues, que su lavado de cara —«catarsis», le llaman— no tenga tanto el objetivo de mantener la poltrona como el de intentar que el PSOE no quede definitivamente liquidado en el caso de perderla.

Ilusiones felipistas aparte, sean cuales sean los resultados electorales, lo cierto es que la debacle del PSOE es ya una realidad. Con ello la oligarquía se encuentra sin ninguna baza política que jugar por la banda de la «izquierda» y sin ni siquiera poder contar por la banda de la derecha con una alternativa que le pueda ofrecer una mínima estabilidad. Ésa es la razón de que el desfondamiento felipista sea la consecuencia más destacada de la crisis y la que explica que ésta se haya agravado, poniendo de manifiesto el estrepitoso fracaso de la reforma política del régimen, de su intento de enmascarar su esencia fascista, de dotarse de una amplia base social y de legitimarse. Esto no quiere decir que la oligarquía vaya a adoptar las viejas formas de dominación fascista ya periclitadas. Por el contrario, va a hacer todo lo posible por mantener la parafernalia «democrática», al tiempo que intensifica y perfecciona sus medidas e instrumentos terroristas para hacer frente al movimiento de resistencia popular.

No es casual que todos los partidos institucionales se hayan puesto de acuerdo y hayan echado mano de la «lucha contra la corrupción» para salvar al régimen. De esta forma, tratan de presentarse ante los trabajadores como los buenos de la película, al tiempo que lanzan el mensaje de que la corrupción nada tiene que ver con el Estado capitalista, sino que es obra de unos pocos aprovechados que empañan su imagen, etc.

En este empeño los cretinos de IU se están llevando la palma, ofreciéndose para poder seguir la labor de los felipistas o compartir la carga, si se tercia, desde alguna poltrona ministerial. Se trata, en suma, de aplicar la reforma laboral y el nuevo Código Penal y continuar la guerra sucia. Todo a más bajo precio.

En esa dirección apunta la reciente creación del superministerio de la represión. ¿Qué se esconde tras esa iniciativa?

Cuando empezamos a denunciar que la tan cacareada «división de poderes» del llamado «Estado de Derecho» era una falacia, que las condenas impuestas por los jueces de ese Tribunal de Orden Público que es la Audiencia Nacional son dictadas por la policía, que los carceleros están a las órdenes del Ministerio del Interior al igual que en los tiempos de Franco, que las leyes y medidas terroristas introducidas por el nuevo Código Penal están destinadas a toda la población trabajadora, muchos no querían creérselo. Pues bien, en esa medida de «refundir» el Ministerio de Interior con el de Justicia está la prueba de que nuestras denuncias no eran fruto de una mente calenturienta. Con ello el Gobierno no hace más que reconocer abiertamente lo que ya de hecho existía. Pero con una variante: al frente del superministerio han puesto a todo un señor juez con aureola «progre» y «democrática» («defensor de los derechos humanos»), flanqueado por dos colegas del mismo corte. De esta forma tratan de presentar como el no va más de las «reformas democráticas» lo que no es más que una mayor centralización del aparato represivo, propia de un Estado fascista, destinada a hacer frente al ascenso del movimiento de masas; pues ya no son sólo un puñado de revolucionarios los que se enfrentan directamente al Estado. Aquí reside una de las principales razones de esta medida.

Lógicamente, el régimen y todos los partidos políticos que le sostienen van a intentar salir de nuevo de la crisis amañando entre bastidores una serie de acuerdos que no trascenderán al público. Por ahí apuntan los contactos mantenidos entre pepistas, peneuvistas y dirigentes de CiU, las conferencias del monarca con Pujol y los gestos de «firmeza» que éste ha exigido a don Felipe para mantener su pacto. Pero lo que más destaca en este tejemaneje es el intento de situar a los cretinos de IU, a cuya cabeza se encuentra el fantoche Anguita, como la nueva alternativa de «izquierda». Ése es el sentido de la campaña destinada a promoverle que están llevando determinados medios de propaganda, al tiempo que se multiplican las ridículas poses y declaraciones de este personajillo.

Es indudable que ese lacayuelo no está a la altura del papel que hasta ahora ha venido representando Felipe González al frente del Gobierno. Pero no por eso la oligarquía va a dejar de utilizarlo, presentándolo como un hombre «íntegro», como un «regenerador» de la vida pública española, al objeto de que los trabajadores le voten y legitimen de nuevo con su voto al régimen. ¿Es que Anguita y los que le rodean no han dado ya suficientes muestras de servilismo? ¿Acaso su comportamiento actual indica que vayan a hacer lo contrario de lo que han estado haciendo durante estos años? ¿Se puede esperar otra cosa de quienes reciben su sueldo del Estado capitalista?

Que los Felipe, Guerra y Anguita son todos unos canallas se sabe desde hace mucho tiempo. Pero si han podido mantener en pie el tinglado y cometer tantas fechorías, es porque los trabajadores se lo hemos permitido, prestando oídos a sus promesas o en otros casos capitulando ante sus chantajes. ¿No va siendo hora de abandonar esa línea de conducta, de rechazar toda ilusión, y darles la patada que merecen por tantos y tan repetidos engaños y abusos? ¿Cuál es la alternativa?

Es cierto que para mucha gente la revolución es un proyecto quimérico, mientras que para otros es un horizonte lejano y difícil. Sin embargo, no por eso podemos renunciar a él, ya que los obreros no tenemos otro. Pero en cualquier caso, si existe una salida para mejorar nuestra situación y no acabar en el abismo más negro, no la vamos a encontrar prestando apoyo al sistema que nos oprime y explota ni depositando nuestra confianza en el Gobierno de turno, sino mostrando nuestro rechazo más radical y haciendo aún más profunda la crisis que padecen. Hay que crearles al menos una situación en la que les sea imposible llevar a cabo su política antiobrera y antipopular.

Y eso no se va a conseguir, tal y como ya está sobradamente demostrado, refrendándola una y otra vez con el voto. ¡Que voten ellos, que se vean aislados y rechazados por los trabajadores! Hay que hacerles sentir de esta forma el odio y la repulsa que tienen tan merecidos.