Una nueva etapa en el movimiento nacional

* Publicado en “Lucha de clases y movimientos nacionales en España”.

1. El desarrollo monopolista y la nueva correlación de las fuerzas sociales

Al finalizar la Guerra Nacional Revolucionaria de 1936 a 1939, todas las conquistas democráticas de la clase obrera y de los pueblos de España fueron suprimidas, implantándose un régimen de terror abierto, una dictadura de tipo fascista al servicio de los intereses del capitalismo financiero. Los partidos y sindicatos obreros fueron destruidos y sus dirigentes encarcelados o asesinados; otros prosiguieron la lucha contra la barbarie fascista en la guerrilla o desde el exilio; a los pueblos de las nacionalidades les fue impuesto de nuevo el yugo, siendo suprimidos por decreto los Estatutos de Autonomía y reprimidas su lengua, su cultura y costumbres propias. A cambio, fue implantada a sangre y fuego una «cultura» populachera y un patrioterismo exacerbado que enaltecía la vieja idea del «imperio».

El nuevo Estado surgido de la victoria militar de las fuerzas fascistas será el principal instrumento del que se va a servir la oligarquía financiera‑terrateniente para llevar a cabo un amplio programa de desarrollo económico de tipo monopolista y para sofocar en sangre las agudas contradicciones que han acompañado a esas transformaciones.

Convirtiendo a España en un inmenso campo de trabajos forzados y sometiendo a las masas trabajadoras a la más extrema explotación y miseria, la oligarquía consiguió acumular en poco tiempo el suficiente capital para emprender un acelerado plan de industrialización y la transformación capitalista de la agricultura, con todo lo cual integraría al país en el engranaje de la economía capitalista mundial.

Junto a la ampliación de las zonas de tradición industrial (Barcelona, País Vasco, Asturias y Levante), se crean nuevos polos industriales en Madrid, Galicia, Andalucía, Valladolid, etc. En 1970, el número de obreros (4,7 millones) representaba ya el 37,2 % del total de la población activa. En la misma fecha, el 35 % del Producto Interior Bruto era generado por el sector industrial (frente al 14,4 % correspondiente al sector agropecuario y el 49,8 % al de servicios). Paralelamente al desarrollo de la industria y su mayor concentración, tuvo lugar la acumulación y centralización del capital financiero. Entre 1940 y 1953, 21 bancos catalanes —el sector financiero tradicional— fueron absorbidos por los siete grandes bancos —Banesto, Central, Popular Español, Vizcaya, Santander, Hispano‑Americano y Bilbao— y esta tendencia ha proseguido de manera ininterrumpida hasta nuestro días (el caso más reciente ha sido el de la Banca Catalana).

Lo que nos interesa destacar aquí es que el desarrollo industrial de los últimos años se realizó bajo el predominio absoluto de la oligarquía monopolista, la cual se ha servido a fondo del Estado fascista para reprimir al movimiento de masas y hacer fabulosos negocios; ha suprimido la competencia de la burguesía industrial de la periferia, y por medio de la fusión, absorción y concentración bancaria se ha hecho con el control de toda la actividad económica y de todos los recursos financieros del país.

Una importante consecuencia del desarrollo monopolista—financiero ha sido la completa integración de las burguesías vasca, catalana y gallega en el sistema económico y político de la oligarquía centralista, quedando supeditadas total y definitivamente a su hegemonía. De manera que hoy día no se puede hablar de las burguesías nacionales como de una clase social capaz de un desarrollo autónomo; su futuro está limitado por su irreversible dependencia económica de los monopolios industriales y financieros.

Tradicionalmente, el sector industrial había estado en manos de las burguesías periféricas. Pero esta situación cambió radicalmente a partir de los años 60, cuando la oligarquía tomó directamente en sus manos el desarrollo industrial, utilizando para ello como principal instrumento de su política económica al propio Estado fascista. No es casual, pues, que los Polos de Desarrollo Industrial —principalmente las grandes industrias metalúrgicas— hayan sido instaladas preferentemente fuera del ámbito de las nacionalidades con tradición industrial. Por otra parte, aunque las burguesías periféricas han seguido desarrollándose, este desarrollo se ha visto supeditado a las poderosas empresas dependientes del INI. Así, repasando el censo de empresarios españoles vemos (según datos de 1976) que, si bien sólo el 8 % de las empresas corresponde al área de Madrid y que vascos y catalanes siguen gestionando un 23 % y un 21 % respectivamente, entre ese 8 % se encuentran las mayores y más importantes empresas, aquéllas que tienen un mayor peso económico, condicionan y controlan el conjunto de la economía del país.

El desarrollo monopolista condujo a un estrecho entrelazamiento entre el Estado, la Banca y las empresas. Durante este período, el aparato político y burocrático del régimen se nutrió, principalmente, de los cuadros provenientes de la Banca y de las grandes empresas del INI, dando lugar a la formación de una nueva casta de fieles servidores de la política expoliadora y opresiva de los monopolios. Entre éstos se encuentran miembros de las principales familias de oligarcas, además de que, como es lógico, una nutrida representación de las antiguas burguesías vasca, catalana y gallega forma parte de los Consejos de Administración de las principales empresas españolas (por ejemplo, el 30 % del total de los consejeros en 1976 eran vascos). De todos los ministros que tuvo Franco en 1960, un 15 % eran de origen vasco y el 6 % catalanes. Algo parecido ocurría en las Cortes fascistas, donde, en 1967, un 9,5 % de procuradores pertenecían a la burguesía vasca y el 11 % a la catalana.

Pero con ser importantes los cambios habidos durante este período de intenso desarrollo industrial dentro de la clase capitalista (cambios que afectaron, particularmente, a la relativa independencia económica y política que venían conservando las burguesías del País Vasco y Cataluña), más importantes y transcendentales fueron los cambios operados en el seno de la clase obrera de esas mismas nacionalidades.

Hoy día, el proletariado se ha convertido en una fuerza colosal, constituyendo el sector más numeroso de la población tanto en Cataluña (47,3 %) como en el País Vasco (48,3 %); en Galicia, aunque no mayoritaria, la clase obrera ha crecido extraordinariamente en los últimos años (25,9 % del total de la población), lo que la convierte en una poderosa vanguardia de las masas trabajadoras.

Todos estos cambios han modificado profundamente la antigua correlación de fuerzas sociales de forma muy favorable para el proletariado, diferenciándolo clara y tajantemente de la burguesía en todas partes.

El flujo constante de obreros inmigrantes a Cataluña y País Vasco durante los años 60‑70, dio lugar a la aparición de un proletariado nuevo, integrado por obreros de las distintas nacionalidades, los cuales son objeto de la misma explotación, padecen los mismos problemas y lacras que genera el capitalismo y, por ello mismo, combaten codo a codo contra una misma clase explotadora y un mismo sistema de opresión. Actualmente, el 80 % de los trabajadores manuales no cualificados en Cataluña no son catalanes; en el País Vasco, e1 30 % de la población (unas 700.000 personas, obreros y sus familias en su mayoría), son emigrantes provenientes de Castilla y Extremadura, principalmente.

En resumen, el desarrollo del capitalismo monopolista, el alto grado de concentración económica y política alcanzado por la oligarquía, y la integración de las viejas burguesías nacionales en el aparato económico, político e ideológico del régimen; y, por otro lado, el crecimiento numérico de la clase obrera en las distintas nacionalidades, la presencia en el País Vasco y Cataluña de una numerosa población obrera no autóctona, la existencia de unos fuertes lazos entre todo el proletariado, forjados en decenas de años de lucha, y el mismo proceso de lucha actual, todo tiende (a pesar de los intentos que viene haciendo la burguesía para confundirlo y fraccionarlo) a la más estrecha unión del proletariado de toda España para enfrentarse al enemigo común y por los objetivos comunes.

2. La lucha por el socialismo

El proletariado es la única clase capaz de poner término a la opresión nacional en España; pero para asumir esta tarea el proletariado ha de partir de una posición política clara y del principio del internacionalismo, única base sobre la que poder abordar y dar una justa solución a este problema. «Nacionalismo burgués —escribe Lenin— e internacionalismo proletario: tales son las dos consignas irreconciliables, que corresponden a los dos grandes campos del mundo capitalista y expresan dos políticas (es más, dos concepciones) en el problema nacional»1.

Al asumir el hecho nacional y los problemas nacionales que ha dejado sin resolver el capitalismo, que son una herencia que nos ha legado la burguesía y que no podrá hallar solución bajo este sistema, la clase obrera da un contenido socialmente distinto al nacionalismo. Para los obreros, la lucha por los derechos nacionales está indisolublemente unida a sus intereses de clase, a la lucha por la revolución socialista. Ciertamente, esta es una cuestión que no interesa sólo y exclusivamente al proletariado. Numerosos sectores de la población también son víctimas, en mayor o menor medida, de la explotación monopolista, de la represión y la conculcación de los derechos y libertades nacionales.

En estas circunstancias, y dado el auge extraordinario que están tomando los movimientos antifascistas y patrióticos en los últimos años en España —especialmente en el País Vasco—, han aparecido, incluso dentro de las filas obreras, concepciones que tienden a considerar el fomento del nacionalismo y la creación de frentes de liberación nacional como la tarea más importante que deben acometer en estos momentos los revolucionarios. Para los comunistas está fuera de toda duda la estrecha relación que guardan los objetivos de la liberación social y nacional, y en esto parecen coincidir nuestras posiciones con las de aquéllos; ahora bien, las diferencias aparecen desde el momento mismo en que se intenta establecer el orden de prioridades, cuando se trata de definir el objetivo inmediato de la actividad revolucionaria: o bien la unión del proletariado de las distintas nacionalidades, para llevar a cabo la lucha por el derrocamiento del Estado capitalista e imperialista español, o bien la de crear partidos en cada una de las nacionalidades para desarrollar la lucha por separado y en base a un programa de liberación nacional.

Como se comprenderá, esto último nos llevaría a proclamar la consigna de la independencia y a dejar la lucha contra la propia burguesía, y por los propios objetivos de clase, para un futuro remoto. El proletariado no puede seguir ese camino sin traicionarse a sí mismo. Por eso, los comunistas hace tiempo que hicimos nuestra elección, decidiéndonos por la organización de todos los revolucionarios en un partido único, por la unión más estrecha de todo el proletariado de España y por la lucha resuelta contra la burguesía. Pero es que, además, como hemos analizado más arriba, esta elección se ha visto reforzada por la evolución histórica, hasta el punto de que hoy día se puede decir casi con toda seguridad que no existe realmente otra salida más que esa al problema nacional.

Más adelante nos ocuparemos con mayor detenimiento de esa estrategia que nos proponen los nuevos nacionalistas. Ahora queremos insistir en un punto capital, de cuya importancia baste decir que sirve de base a toda nuestra concepción política.

Tal como lo define la línea política de nuestro Partido —el PCE(r)—, de la base económica monopolista, de la actual correlación de fuerzas sociales y de la naturaleza del régimen que impera en España, se deducen las principales contradicciones de nuestra sociedad: contradicción entre la burguesía y el proletariado, contradicción entre la pequeña burguesía y la gran burguesía monopolista, contradicción entre las naciones oprimidas y el Estado imperialista, etc.

Todas estas contradicciones vienen determinadas por la contradicción fundamental que forma la base económica capitalista, altamente socializada, y las relaciones de producción, fundadas en la gran propiedad capitalista y la explotación del trabajo. Esta contradicción fundamental y la lucha de clases que genera, determina el carácter socialista de nuestra revolución. De aquí se desprende que hoy día es altamente improbable que se pueda dar la liberación de una o varias naciones si no se transforman a la vez las relaciones sociales y económicas que están en la base de la explotación y la opresión. Por consiguiente, si tenemos en cuenta el carácter socialista de nuestra revolución y el hecho de que únicamente el socialismo es capaz de garantizar un régimen de auténtica libertad a los pueblos, sólo podemos concluir que la lucha por la solución definitiva del problema nacional está indisolublemente ligada a la lucha por el derrocamiento del Estado monopolista y a la realización del socialismo.

Esta lucha, que por su propia naturaleza es antifascista, antimonopolista y nacional, ha de llevarla a cabo el proletariado de las naciones oprimidas en unión estrecha con el proletariado de la nación opresora, y al hacerlo así, los obreros del País Vasco, Galicia y Cataluña deben ser conscientes de que no sólo luchan por la emancipación social, de su clase, sino también contra la opresión y la esquilmación de sus naciones por los monopolios.

La práctica consecuente del internacionalismo proletario y la lucha por el socialismo son, por tanto, inseparables y no excluyen en modo alguno la lucha por los derechos nacionales, sino al contrario: actualmente, dada la situación general que hemos descrito, esa es la única vía que permitirá a los pueblos oprimidos por el Estado español acceder realmente a su total liberación. No hay otro camino.

La Revolución Socialista de Octubre ilustra magníficamente nuestra posición. Como es sabido, el Partido Bolchevique aplicó esta misma orientación, que nosotros venimos defendiendo, en la solución del problema nacional —muy extendido en la Rusia zarista—, subordinándolo en todo momento a la cuestión social. La experiencia demostró, desmintiendo a los nacionalistas, que sólo el socialismo podía resolver este problema. Debemos advertir, no obstante, que de estas posiciones no se debe deducir que el partido de la clase obrera tenga que abandonar o aplazar la lucha por los derechos nacionales. Nada de eso. Tan sólo se trata de situarla en su justo lugar. Para nosotros no cabe la menor duda, tal como se deduce de la contradicción fundamental existente en nuestra sociedad, que lo más importante en estos momentos, la tarea principal que ha de acometer resueltamente el proletariado, es la lucha contra la burguesía y su Estado. Solamente cuando esta contradicción sea resuelta, todas las demás contradicciones entrarán en vías de solución. ¿Negamos por eso la existencia de las otras contradicciones? Precisamente porque reconocemos su existencia es por lo que, desde hace tiempo, nos esforzamos en establecer y desarrollar buenas relaciones con los movimientos pequeño burgueses de clara orientación nacionalista que se hallan enfrentados al fascismo y al monopolismo.

El desarrollo monopolista ha provocado la ruina económica y ha postergado políticamente a algunos sectores de esa misma pequeña burguesía que actualmente se encuentra en acelerado proceso de proletarización. Estos sectores pequeño—burgueses tienden a radicalizarse. En unos lugares se cobijan bajo el manto del marxismo—leninismo y, así, dan lugar a la aparición de toda una caterva de partidillos que se autodenominan «comunistas». Pero allí donde existen las condiciones de una fuerte opresión nacional, estos grupos adquieren un tinte nacionalista furibundo.

De modo que nos encontramos con que, actualmente, representantes de estas capas sociales vuelven a agitar la bandera de la independencia nacional en un esfuerzo por sobrevivir como clase, resucitan viejas consignas e intentan ganar influencia y atraer al proletariado a su propia causa. Está claro que la época que les ha tocado vivir no facilita mucho las cosas a estos retoños del nacionalismo, no se presta para hacer que el proletariado se deje engatusar y siga sus consignas nacionalistas. Los obreros conscientes de todas las nacionalidades de España saben que en estos momentos sólo tienen un objetivo (el socialismo) y un enemigo: la burguesía, que sostiene y a la vez es sostenida por un Estado que explota y oprime a gallegos, vascos, catalanes o castellanos.

Por todas estas razones, se puede asegurar que todos los intentos que realice la pequeña burguesía por atraerse a los obreros están irremisiblemente condenados al fracaso.

A pesar de todo, estas capas de la población son un aliado potencial del proletariado. Sin embargo, no hay que perder de vista que vacilan continuamente, oscilan con mucha frecuencia desde una posición radical intransigente, a otra capitulacionista y entreguista. Estas vacilaciones son inevitables que se produzcan en una clase que está condenada a desaparecer y que se ve cogida entre dos fuegos, entre las fuerzas de los dos grandes ejércitos contendientes (el proletariado y la gran burguesía), sin decidirse nunca hacia qué lado inclinarse. Sólo cuando el proletariado actúa con todas las fuerzas y la energía de que es capaz (y esto podrá hacerlo una vez que se haya unido bajo la dirección de su Partido de vanguardia), sólo entonces la pequeña burguesía «basculará» a favor de aquél. Mientras llega ese momento, nuestra actitud ante esas organizaciones no puede ser otra que la de alentarlas a continuar la lucha.

El Partido debe apoyar a esos sectores de la pequeña burguesía nacionalista en la lucha contra la esquilmación a que los someten los monopolios, y en su oposición a la opresión y al oprobio nacional: debe apoyar sus justas demandas (algunas de las cuales coinciden hoy con las del proletariado); pero al mismo tiempo tiene que estar vigilante y criticar tanto sus limitadas posiciones ideológicas y políticas (y sus desmesuradas pretensiones) como sus vacilaciones inevitables.

El Partido ha de preservar en todo momento su independencia orgánica y política; debe, sí, apoyar todo lo que tienda a debilitar al Estado capitalista, procure aliados potenciales a la clase obrera y facilite la organización de las masas populares; debe poner empeño en crear un frente común de lucha de todas las fuerzas democráticas y patrióticas, pero es fácil comprender que nada de eso se podrá conseguir si hipoteca su independencia, si se deja arrastrar y, menos aún, si hace dejación de los principios revolucionarios en aras de un acuerdo con los nacionalistas burgueses. «Los intereses de la clase obrera —escribe Lenin— y de su lucha contra el capitalismo exigen una completa solidaridad y la más estrecha unión de los obreros de todas las naciones, exigen que se rechace la política nacionalista de la burguesía de cualquier nación»2.

3. El falso nacionalismo

No es nuestro propósito entrar aquí en la historia política más reciente del país, en lo que se ha dado en llamar «el período de la reforma». Sólo nos interesan aquellos aspectos más directamente relacionados con el tema que nos ocupa.

Para nadie es un secreto que la «reforma» se hizo una necesidad para la oligarquía desde el momento mismo en que se inicia la crisis económica por la que atraviesa actualmente el sistema capitalista, y cuando el régimen, acosado por la lucha de masas, ve crecer sus contradicciones internas y comienza a hacer agua por todas partes. Era necesario, pues, llevar a cabo la «reforma», a fin de adaptar la vieja máquina del Estado fascista a las nuevas condiciones y ponerlo en disposición de hacer frente a los nuevos problemas originados por la crisis y el ascenso incontenible del movimiento revolucionario de masas.

Esta «reforma» incluía, como una de las piezas más esenciales, el establecimiento de las llamadas autonomías en las nacionalidades. El mero hecho de que desde las áreas oficiales se reconociera la existencia como entidades nacionales de lo que hasta aquel momento no habían rebasado la categoría de «regiones», hizo a más de un incauto abrigar no pocas esperanzas. Pero muy pronto se van a revelar los verdaderos planes de la oligarquía, que no van a ser otros, en realidad, que el de legalizar, como tantas otras cosas, una situación que se venía dando ya de hecho: la incorporación formal de las burguesías nacionales a la estructura del Estado centralista.

El desarrollo monopolista no sólo había colocado a las burguesías nacionales en una situación de completa dependencia económica respecto de la oligarquía financiera, sino que también, y como no podía ser menos, las había supeditado en el terreno político. Desde tiempo atrás, las antiguas burguesías nacionales no existen como fuerza política independiente, por lo que sus objetivos no podían ser diferentes de los objetivos de la oligarquía: seguir manteniendo la explotación de los obreros y defender su sistema frente al peligro de revolución.

Esta situación se venía gestando desde los tiempos de la II República, cuando el triunfo de las fuerzas populares en las elecciones del 16 de febrero demostró que el proletariado tenía ya suficiente fuerza para conducir el proceso democrático‑revolucionario y hacerlo avanzar hacia el socialismo. Esto explica la complacencia —cuando no el apoyo más o menos encubieto‑ de la burguesía nacionalista al golpe y la victoria militar fascista; para esta burguesía era un mal menor la pérdida de los Estatutos y otras prerrogativas logradas durante la República, frente a la posibilidad de perderlo todo si las fuerzas populares llegaran a ganar la guerra. Durante los cuarenta años que duró la etapa franquista del régimen actual, los nacionalistas burgueses no alzaron su voz contra los crímenes del fascismo, para denunciar la miseria en que vivían los trabajadores o la represión de los derechos de los pueblos de las nacionalidades. Salvo los nuevos movimientos surgidos de la mano de la pequeña burguesía a que ya hemos hecho referencia, nada había quedado del nacionalismo «tradicional».

Sin embargo, a partir de los años 70 vuelven a aparecer, de la noche a la mañana, los PNV, ERC, UPG, etc. ¿Era el resurgir de las viejas burguesías nacionalistas? ¿Estaban «dormidos» estos partidos en espera de tiempos mejores? No, ni mucho menos. Las burguesías periféricas siempre habían estado ahí, medrando a la sombra del Estado; algo disminuidas en sus intereses, es cierto, pero beneficiándose también del desarrollo económico realizado en base a la superexplotación de los obreros.

Lo que ocurría es que todos se apresuraron a acudir en ayuda de ese mismo Estado, cuando pasaba por unos momentos particularmente difíciles, esperando sacar de ello alguna que otra tajada. Todos esos grupos políticos burgueses que no habían movido ni un solo dedo (aunque sólo fuera para denunciar los atropellos cometidos por el régimen contra los derechos de «su» nación), se apresuraron a sacar a la luz las apolilladas momias del nacionalismo —algunas de ellas haciéndolas venir del exilio como Leizaola o Tarradellas, el «honorable»—, resucitando viejas y gastadas consignas al objeto de apoyar, desde sus respectivas parcelas, el proyecto de «Reforma Política» destinado a sustituir las viejas formas de dominación fascista por lo que han denominado, sin empacho, el «Estado de las autonomías».

Con la aprobación de los actuales estatutos, que han venido a consagrar la Constitución monarco‑fascista, estos partidos pretendidamente nacionalistas se han puesto definitivamente, por si quedaba alguna duda al respecto, del lado del poder central, y han dado por bueno el peregrino argumento según el cual la opresión nacional ha dejado prácticamente de existir en España; consiguientemente, la lucha por los derechos nacionales habría perdido su razón de ser, no quedando ya más cosa que hacer que dedicarse a chalanear para aumentar las asignaciones económicas o para acaparar el mayor número de puestos burocráticos posibles en el ejercicio de no se sabe todavía qué tipo ni qué número de competencias. Lo que sí está claro, ya desde el principio, es que tales competencias serán las que el gobierno de Madrid tenga a bien conceder para conservar intacta la sacrosanta «unidad de la patria».

Ni siquiera se les ha pasado por la cabeza a esas llamadas burguesías nacionales aprovechar la coyuntura política, en que el régimen se hallaba notablemente dividido y debilitado, para tratar de arrancarle algunas reformas reales (tal como hizo en diversas ocasiones en otro tiempo). La burguesía es muy consciente de sus limitaciones y de los riesgos que comporta una actuación de este tipo en los momentos históricos actuales; sabe que ya pasó la época en que podía plantearse un desarrollo autónomo y disputar a la oligarquía la hegemonía política del Estado. Hoy es una clase en plena dependencia, que tiene que defenderse, antes que nada, contra lo que representa para ella el mayor peligro: el proletariado; y para eso necesita, más que nunca, de ese mismo Estado que manejan los grandes monopolios. Por este mismo motivo se ve también en la necesidad de defenderlo y no plantearle excesivas exigencias. De manera que los actuales estatutos de autonomía no pueden tener más finalidad que reforzar el predominio de la oligarquía y hacer posible la aplicación en cada nacionalidad de cuantas medidas tome el poder para incrementar la explotación y la opresión de los trabajadores.

Apenas sí hace falta decir que estos estatutos no tienen nada que ver con los que, durante la II República, fueron masivamente apoyados por las masas populares del País Vasco, Galicia y Cataluña, y como todo el mundo sabe han debido ser elaborados a espaldas del pueblo y bajo un permanente estado de guerra impuesto en todo el país; que ni en la forma ni en su contenido responden a las aspiraciones e intereses de las masas; que no están destinados a resolver ninguno de sus problemas más acuciantes (como el paro, la enseñanza, la vivienda, la represión, etc.). Con los actuales estatutos de autonomía se niega la identidad nacional de los pueblos vasco, catalán y gallego (así como la situación colonial de Canarias); se intenta degradar a estas comunidades históricas, diluyendo el hecho diferencial nacional en una amalgama de autonomías en la que el País Vasco, Cataluña y Galicia aparecen como otras tantas regiones castellanas —como Aragón, Asturias, Andalucía, etc.— Los actuales estatutos de autonomía restringen el uso del idioma y de la cultura nacionales, supeditándolos al idioma castellano y a la enseñanza oficial; se priva a las comunidades supuestamente autónomas de toda capacidad legislativa que rebase el marco de la mera descentralización administrativa. De este modo, los flamantes parlamentos que se han erigido en todas y cada una de las regiones, incluidos los parlamentos «nacionales», no pasan de ser una copia de los anteriores Consejos de Empresarios y «Trabajadores» de la etapa franquista. Lo único que realmente ha cambiado (como en el caso de las Cortes) ha sido el nombre; todo lo demás sigue como antes, con algunas variaciones de detalle.

Pero la burguesía no puede impedir que la nación, la lengua, la cultura, los sentimientos patrióticos sigan vivos; no puede impedir que los problemas y lacras sociales se sigan agravando. Por eso no renuncia a utilizar los símbolos y una demagogia seudo nacionalista para tratar de sembrar la confusión y fomentar la división entre los trabajadores, pretendiendo sustituir la unidad de clase en la lucha contra el Estado por la idea del «orgullo nacional» («¡somos una nación!»); y si en un principio, aplaudió las manifestaciones de carácter patriótico (Diada, Aberri Eguna, etc.), intentando orientarlas hacia el apoyo de sus estatutos, pronto tuvo que plegar velas ante la actitud decidida de las masas que acabaron por no acudir a sus llamamientos, en unos casos, o para transformarlos, en otros, en auténticas jornadas de lucha contra la opresión nacional.

Como complemento de esta política demagógica, la burguesía se ha esforzado por crear problemas artificiales de opresión nacional allí donde, como en Andalucía, la única opresión que ha existido siempre ha sido la de los capitalistas y latifundistas. Pero no ha de pasar mucho tiempo sin que se demuestre que estos montajes carecen de la más mínima base, como ya ha empezado a suceder. Todos los esfuerzos que hizo el gobierno de la UCD desde las Cortes y a través de la prensa (creando, incluso, fantasmales partidos «nacionalistas», como el PSA), se han venido abajo estrepitosamente cuando trataron de atar al pueblo al carro de su política embaucadora y marrullera.

En este sentido, merece destacarse la experiencia del referéndum andaluz del 28 de febrero de 1980, donde como es sabido, pese a todas sus artimañas orientadas a llevar al pueblo a las urnas, sólo registraron un 55,7 % de votos afirmativos (¡Y esto en pleno apogeo del «nacionalismo» andaluz!). Como las trampas del gobierno no surtieron los resultados esperados, esta primera votación tuvo que ser anulada. Luego se efectuó una segunda, la «buena», y en ésta los resultados fueron aún más desastrosos: no cosecharon más del 47,9 % de sufragios favorables al proyecto de estatuto presentado por el gobierno, lo que provocó una crisis en su seno de la que ya no lograría reponerse.

Igual suerte corrieron los demás chanchullos electorales destinados a implantar los estatutos y llevar a los caciques a las flamantes poltronas de los «parlamentos» de Galicia, País Vasco y Cataluña. Con un 53,1 % de votos afirmativos obtenido en el País Vasco (donde también fue rechazado por la mayoría del pueblo, que se abstuvo de acudir a las urnas), un 52,3.% en Cataluña y el 20,8 % en Galicia (donde la abstención fue casi absoluta), la burguesía dio por concluido el trámite que, según ellos, colmaba las aspiraciones de libertades de estas nacionalidades.

En otras condiciones históricas, la lucha por la consecución de los Estatutos de Autonomía despertó el interés y el entusiasmo de las masas. Era una época en que dichos Estatutos fueron elaborados sobre una base democrática (aunque todavía limitada), y contemplaban los intereses más inmediatos del pueblo de las nacionalidades frente al poder de las clases feudales reaccionarias. Por tanto, suponían un progreso indudable y venían a ser un importante paso adelante en la vía de la total solución de este importante problema. Ahora, en cambio, propugnar la lucha por unos estatutos de autonomía, desligando esta cuestión del problema general de la lucha contra el Estado capitalista y de la conquista del derecho de los pueblos a su autodeterminación, es una mofa que sólo puede servir a los intereses de la clase explotadora que domina en España.

Pero, como acabamos de comprobar, las masas populares, con la clase obrera al frente, no han mordido el anzuelo, y esto le deja las manos libres para reemprender con más fuerza que antes el combate por la verdadera libertad.

4. El principio del derecho a la autodeterminación

Los comunistas sostenemos que el reconocimiento de la existencia de tres nacionalidades oprimidas en España, supone también el reconocimiento de su legítimo derecho a elegir su propio destino, el reconocimiento del derecho a su autodeterminación. Esta es la única base sobre la que se podrá resolver el problema nacional en nuestro país.

Ahora bien, ¿qué entendemos nosotros por «derecho a la autodeterminación»? Detengámonos en este punto, pues no faltan interpretaciones de este principio revolucionario adobadas para todos los gustos. La más extendida de todas —y también la más torcida— es la que lo entiende, sin más, como la separación, la independencia; ni que decir tiene que esta es una interpretación unilateral de dicho principio que no podemos compartir.

Dejemos que sea Lenin —que como se sabe es quien más se ha ocupado de este problema— el que nos ayude a aclarar un poco las ideas a este respecto:

«El derecho de autodeterminación de las naciones significa exclusivamente el derecho a la independencia en el sentido político y a la libre separación política de la nación opresora. Concretamente, esta reivindicación de la democracia política significa la plena libertad de agitación en pro de la separación y de que ésta sea decidida por medio de un referéndum de la nación que desea separarse. Por tanto, esta reivindicación no equivale en absoluto a la separación, fraccionamiento y formación de Estados pequeños. No es más que una expresión consecuente de la lucha contra toda opresión nacional»3.

El derecho a la autodeterminación significa, pues, el derecho de los pueblos de Cataluña, País Vasco y Galicia a expresar libremente su voluntad como nación para elegir sus destinos, hasta llegar a la separación, si así lo deciden, para formar un Estado aparte; significa también plena libertad de agitación a favor de esa separación. Sin estas dos condiciones no puede hablarse seriamente de libertad de elección ni de democracia política. Pero reparemos en un «pequeño detalle» que suele pasar inadvertido con harta sospechosa frecuencia: es el que se refiere al referéndum mediante el cual los pueblos de las nacionalidades han de expresar su voluntad. Digamos de paso que un referéndum para decidir una cuestión de esta naturaleza es impensable que se pueda realizar en España mientras exista el actual sistema capitalista. Ahora bien, una vez garantizados los derechos políticos y la libertad plena de elección (únicamente el régimen socialista puede garantizarlo), la cuestión que se plantea es la siguiente:

¿En nombre de qué principio se puede impedir, aunque sólo sea a un sector minoritario de la población, manifestarse a favor de la unión? Por eso afirma Lenin que la reivindicación de la democracia política —que es al fin y al cabo de la que se trata— «no equivale en absoluto a la separación…, no es más que una expresión consecuente de la lucha contra toda opresión». Por consiguiente, el derecho a la autodeterminación no es sólo y exclusivamente —como lo interpretan los nacionalistas pequeño—burgueses— la separación, sino que implica también la unión y la libertad de agitación en pro de esa unión.

Tal es nuestro concepto del derecho de los pueblos a la autodeterminación que, como se ha podido comprobar, no tiene nada que ver con la «autonomía», la «federación» o alguna otra fórmula, como la misma «independencia», que suponga una imposición. «El derecho a la autodeterminación —dice Lenin— significa la existencia de tal régimen democrático en el que no sólo haya democracia en general, sino también en el que no pueda darse solución no democrática al problema de la separación»4. Y este régimen, apenas hace falta decirlo, no puede ser otro que el régimen socialista.

De ahí que el PCE(r), al mismo tiempo que apoya la lucha por el derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos por el Estado imperialista español, muestra su desacuerdo con los que propugnan la separación, y llama a los obreros de todas las nacionalidades a unirse a fin de derribar el Estado monopolista e implantar el socialismo en España como única solución al problema nacional.

Llegado ese momento, serán los pueblos los que decidan libre y democráticamente su destino como nación: la separación o la unión. Ni que decir tiene que ésta última habría de realizarse en pie de absoluta igualdad económica, política y cultural, sin que ninguna nación sobresalga o trate de imponerse a las otras.

No es misión del Partido de la clase obrera decidir ahora, y por sí mismo, cuál de estas dos posibles soluciones es la mejor. Eso dependerá de muchos factores y, en todo caso, serán los pueblos —y sólo ellos— quienes lo decidan. Nuestro deber en estos momentos consiste en defender consecuentemente este principio e impedir que la clase obrera —la única clase de nuestra sociedad que puede asegurar el ejercicio de ese derecho, así como la consecución de los demás objetivos de la revolución— sea fraccionada o imposibilitada de actuar unida.

Por todas estas razones nos oponemos resueltamente a la consigna de la independencia, ya que sostenerla supondría en estos momentos hacerle el juego a la burguesía —a la propia y a la de todo el Estado—; nos llevaría a dividir al proletariado según su nacionalidad, a crear varios centros dirigentes, varios partidos comunistas y varios focos de lucha independientes y desvinculados unos de otros. Así facilitaríamos la labor del fascismo, que podría concentrar sus fuerzas donde más le conviniera en cada momento e iría aplastando la resistencia por partes, nación a nación.

Este sería, en suma, el camino más corto para llevar la revolución a la derrota y no conseguir ninguno de los objetivos marcados: no se podría derrocar al Estado, ni conseguir el derecho a la autodeterminación ni, por ende, acceder a la independencia ni a ese «socialismo» a que hacen mención los nacionalistas para adornar sus proclamas.

Estos nacionalistas subordinan la lucha por el socialismo al logro de la independencia nacional y, consecuentes con este planteamiento, desligan el movimiento nacional del proceso revolucionario que se viene dando en el conjunto de España. Esta política no puede responder más que a los intereses de la pequeña burguesía que trata así de defenderlos ante el riesgo inminente de su desaparición como clase. Esta no puede ser la política del proletariado, ya que sólo puede crear su aislamiento y hacer fracasar su propio movimiento. Y si ETA (por poner el ejemplo más conocido de materialización de aquella política) ha logrado durante un tiempo, aglutinar a su alrededor a un sector de la clase obrera vasca y jugar, en cierto modo, el papel de vanguardia del movimiento popular revolucionario en el País Vasco, esto ha podido hacerlo por la coincidencia de dos factores: primero, por la eficacia probada del método de lucha que viene practicando (la lucha armada de resistencia); y en segundo lugar, por la ausencia durante muchos años de un auténtico partido marxista‑leninista que lograra encabezar de una manera consecuente la lucha del proletariado y el pueblo vasco contra todo tipo de explotación y opresión, tanto social como nacional.

Ahora bien, la aparición de una nueva vanguardia de la clase obrera, la reconstrucción del Partido Comunista, fiel intérprete de los intereses inmediatos y futuros del proletariado y de las más amplias masas del pueblo, y la actividad consecuente que viene realizando, ha contribuido a poner al nacionalismo radical, pequeño‑burgués, en la encrucijada: o bien tomar el camino de la lucha por el socialismo, de la revolución proletaria, adquiriendo así un carácter internacionalista; o bien proseguir por el estrecho camino del nacionalismo, lo que no puede conducirle más que a acentuar cada vez más su carácter de clase burgués y llevarle finalmente al fracaso y a la disgregación.

En cuanto a la posibilidad de ganar para la causa socialista a algunos de esos sectores que hoy se movilizan sobre la base de las consignas independentistas, hemos de decir que ésta no depende solamente —ni siquiera principalmente— de la posición que adopte el Partido ante esa consigna. Es más, estamos convencidos de que si existe realmente alguna consigna justa que permita al Partido ganar influencia en las nacionalidades, esa es la consigna del derecho a la autodeterminación. El proletariado no puede estar interesado en la separación más que en el caso hipotético (inadmisible desde todo punto de vista para nosotros) de que no se le permitiera acceder a todos sus derechos —y no sólo nacionales—. Ahora bien, la pequeña burguesía (como la media y la grande), siempre procurará influir en el proletariado, distraerlo de sus verdaderos objetivos; tratará de impedir que se una a sus hermanos de clase de las otras nacionalidades, y todo eso, como se comprenderá, no se puede evitar haciéndole concesiones en cuestiones de principios.

Por lo demás, tal como hemos demostrado, nosotros no nos oponemos a la separación, a la independencia de las naciones y, como en el caso de Canarias, estamos decididos a apoyarla sin ningún tipo de reservas desde ahora mismo. No creemos, pues, que ninguna persona seria pueda acusarnos de chovinismo (o lo que es lo mismo, de «españolismo», según la expresión acuñada por los nacionalistas burgueses). Nosotros lo que mantenemos es que hoy día la tarea más importante de todo revolucionario, lo que verdaderamente interesa al proletariado es acumular fuerzas suficientes, dotarse de una dirección única y esclarecida y adoptar los justos métodos de lucha que conduzcan al derrocamiento del Estado capitalista. Por eso nos oponemos a la consigna de la independencia, ya que esta consigna confunde y divide al proletariado, impide su actuación conjunta y lo aparta de sus verdaderos objetivos históricos.

Pretender enfrentarse a un Estado como el actual, armado hasta los dientes, fuertemente centralizado y con una larga experiencia en la represión del movimiento revolucionario; pretender derrocar a este Estado y lograr la independencia desde una estrategia localista, de aislamiento nacional, sin contar con la fuerza del proletariado del resto de las naciones, ése es un objetivo prácticamente imposible de lograr o, por lo menos, muy improbable. A lo máximo que podríamos llegar de seguir esa estrategia, como se está demostrando, es a una situación de «ulsterización», a mantener un foco permanente de rebelión que llegado un momento, puede ser aislado fácilmente por la reacción.

Nuestra estrategia se orienta hacia el logro de la revolución socialista, hacia el derrocamiento del Estado, empeñándonos para ello en la tarea de lograr la unidad de todos los revolucionarios en un Partido único que haga posible la organización y la lucha común de todos los obreros y los pueblos de las distintas nacionalidades, sin lo cual no será posible dar solución a ningún problema en España.

Luchar por los derechos nacionales sin más —incluso por la independencia— tenía algún sentido en la época ascensional de la burguesía o en una situación colonial donde exista una burguesía nacional con amplias perspectivas de desarrollo. Hoy día, cuando el capitalismo ha alcanzado en España la última fase de su desarrollo, unificando a las burguesías de las distintas nacionalidades y llevando a la máxima agudización sus contradicciones con el proletariado, sólo éste está en condiciones de encabezar y dirigir la lucha nacional, y lo hará, qué duda cabe, sólo que supeditándola a la revolución social. Por tanto, no existe en la actualidad en ninguna nacionalidad de España una burguesía democrática o nacional que esté realmente interesada en un cambio profundo y radical de la sociedad, ya que este cambio únicamente puede venir con su propio derrocamiento.

Debemos dedicar unas palabras al caso particular de la colonia africana de Canarias, a la que ya hemos hecho referencia indirecta con anterioridad.

Nosotros consideramos que el problema colonial no escapa a lo que hemos dicho hasta ahora respecto al problema nacional —aunque presente ciertas peculiaridades—. Una colonia es, en esencia, una nación oprimida de un modo especial y, por tanto, también en este caso es aplicable lo que venimos sosteniendo para todas las naciones oprimidas: el derecho a la autodeterminación.

Sin embargo, son precisamente esas peculiaridades y esa opresión especial (que alejan a Canarias del objeto de nuestro estudio), las que le distinguen de las demás nacionalidades donde domina el Estado español. El Archipiélago Canario es un territorio africano que fue conquistado en el siglo XV por la monarquía castellana. Tras el sometimiento a sangre y fuego de la población aborigen, fueron suprimidos muchos rasgos étnicos, culturales y sociales de la población guanche y sustituidos por los castellanos.

Desde la época de su conquista, las islas del Archipiélago Canario han tenido, además, una importancia estratégica de primer orden para la política imperialista del Estado español. Las Canarias son un punto de engarce entre Europa, África y América; de ahí su actual valor estratégico para el imperialismo, que trata de convertirlas en trampolín y base de apoyo desde la que agredir a los países de la zona.

Económicamente, la vida del Archipiélago se inscribe en un marco netamente colonial; si excluimos los hoteles (por lo demás en manos extranjeras), en las Islas no existe prácticamente industria, mientras la producción agrícola, basada en el monocultivo (tomate, plátano), es destinada casi íntegramente a la metrópoli. La rica plataforma pesquera Canario‑Sahariana ha sido prácticamente esquilmada por las grandes flotas de altura españolas y de otros países. Los terratenientes y aguatenientes, herederos y descendientes de los antiguos conquistadores, mantienen al proletariado agrícola y al pequeño campesino en la incultura y miseria. El paro alcanza allí cotas tercermundistas.

El hecho de que nos encontremos actualmente con una burguesía nacional muy débil es debido a la escasa industrialización, al expolio a que han sido sometidas las Islas y sus pobladores durante siglos y, no en menor medida, al fenómeno de la emigración provocada por este estado de cosas; los isleños suelen decir que a sus hombres más emprendedores hay que ir a buscarlos a Venezuela, y no les falta razón. Esta debilidad de la burguesía canaria quizás explique también el escaso desarrollo que ha tenido en las Islas el movimiento de liberación. Aun así, existe una burguesía, dedicada a la pesca, al comercio, la industria tabaquera y la construcción, que se encuentra totalmente limitada en su expansión por los monopolios.

Las Islas Canarias son, pues, una colonia africana —el último resto del imperio colonial español, junto a Ceuta y Melilla—, cuyo sometimiento a la metrópoli es garantizado por la presencia permanente de la policía y los militares españoles, especialmente las tropas de élite coloniales: la Legión. Son constantes los enfrentamientos que se producen entre los mercenarios de la Legión y la población canaria, quienes ven en ellos el instrumento de la opresión a que están sometidas las Islas por parte de los «godos».

En resumen, Canarias es una colonia (hecho que también se pone de manifiesto en el tipo de relaciones que su pueblo ha mantenido con los peninsulares), por lo que el principio de autodeterminación no puede ser allí aplicado en la misma forma que en las nacionalidades.

Lenin distinguía tres tipos de países a la hora de hablar del derecho a la autodeterminación, y decía refiriéndose a los países coloniales no europeos:

«En ellos los movimientos democrático‑burgueses en parte acaban de empezar, en parte están lejos de haber terminado. Los socialistas no deben limitarse a exigir la inmediata liberación absoluta, sin rescate, de las colonias, reivindicación que, en su expresión política, significa precisamente el reconocimiento del derecho a la autodeterminación; los socialistas deben apoyar con la mayor decisión a los elementos más revolucionarios de los movimientos de liberación nacional democrático‑burgués en dichos países y ayudar a su insurrección y, llegado el caso, a su guerra revolucionariacontra las potencias imperialistas que les oprimen»5. Así pues, el proletariado revolucionario de España debe defender sin vacilaciones y en todo momento el legítimo derecho del pueblo canario a su independencia nacional y apoyar con todos los medios a su alcance a las organizaciones revolucionarias canarias que luchan consecuentemente por la independencia.

5. El Partido Comunista y sus tareas generales más inmediatas

Dadas las agudas contradicciones que genera el régimen capitalista en proceso de descomposición, es inevitable que se produzcan protestas y luchas, algunas de gran virulencia, y focos de permanente tensión entre las más diversas capas de la población, las cuales difieren en sus objetivos últimos y, conforme a los mismos, en sus formas y métodos de actuación y organización. Estas diferencias —por otra parte inevitables en todo proceso revolucionario— se hacen más acusadas en algunas de las naciones donde domina el Estado español, según sea el peso que tenga dentro de ellas la clase obrera, sus tradiciones revolucionarias, su grado de organización, etc. Estas diferencias hacen aparecer también una corriente ideológica que tiende a considerar la lucha por la salvación de su patria como algo esencialmente distinto o desligado de la lucha general que se desarrolla en todo el país, fomentando, consecuentemente con ello, la creación de organizaciones interclasistas e incluso partidos pretendidamente marxistas con una clara orientación nacionalista, es decir, desvinculados del resto del proletariado de España.

Frente a esta tendencia, el PCE(r) hace tiempo que adoptó la decisión de trabajar sin descanso para forjar la unidad de los revolucionarios de las distintas nacionalidades en un Partido único, verdaderamente marxista‑leninista, capaz de unir a la clase obrera y de forjar una alianza de todas las fuerzas que se hallan enfrentadas al fascismo y al monopolismo; el PCE(r) persigue de esta forma crear un amplio Movimiento Popular de Resistencia, bajo la hegemonía de la clase obrera, dotándolo de un único y efectivo estado mayor. Esto no excluye que puedan existir varias organizaciones y que cada una de ellas posea su propia dirección. Nosotros no pretendemos tener en exclusiva la dirección del movimiento popular, ni nuestro Partido puede representar otros intereses que no sean los de la clase obrera. Precisamente, es en aras de esos intereses por lo que nos negamos a aceptar que puedan existir distintos partidos comunistas con distintos objetivos y distintos programas.

En cuanto al funcionamiento orgánico, el Partido Comunista, asentado firmemente en el marxismo—leninismo y el internacionalismo proletario, adopta el principio de organización y funcionamiento del centralismo democrático. Esto quiere decir que el Partido Comunista es una organización centralizada, que sólo admite un centro dirigente (el Comité Central) al cual se subordinan todos los militantes y las organizaciones que lo componen. Todo lo cual exige, a su vez, la adopción de procedimientos democráticos en la discusión y en la adopción de decisiones, en el control de los dirigentes sobre la base y de ésta sobre los dirigentes, etc. La aplicación del centralismo democrático garantiza, junto a la más amplia libertad de discusión, la unidad de acción necesaria para enfrentar a la reacción que permanece siempre unida y armada hasta los dientes.

La pequeña burguesía no puede ver con buenos ojos la existencia de un Partido Comunista de este tipo, fuerte y unido, y que conduzca al proletariado y a los distintos pueblos de las nacionalidades a la lucha más resuelta contra el capitalismo, por la supresión de la explotación y por las demandas nacionales. Por esta razón ataca constantemente y boicotea de mil formas todos los esfuerzos que venimos haciendo encaminados a lograr la unidad, anteponiendo los objetivos nacionalistas a la lucha de clases y pretendiendo de esta forma escindir al proletariado según su nacionalidad.

Esta influencia de la ideología nacionalista pequeño—burguesa se deja sentir incluso en las filas de la clase obrera, y en ocasiones hace aparecer dentro del propio Partido a elementos que propugnan una u otra forma de estructura orgánica y de funcionamiento distinta del centralismo democrático. Entre esas proposiciones destaca la estructura federal que, de ser adoptada, llevaría en poco tiempo a la liquidación del Partido como vanguardia de la clase obrera; llevaría a destruir la organización monolítica necesaria del Partido. Estas proposiciones no son algo nuevo en la historia del movimiento obrero revolucionario. Ya Lenin tuvo que luchar contra los nacionalistas de su país para poder formar el Partido Bolchevique; y aquí, en España, también surgieron estas tendencias en el curso de la formación del Partido Comunista que encabezó José Díaz.

La división del Partido en federaciones conduciría a organizar a los obreros bajo el principio de su nacionalidad, es decir, de lo que diferencia a unos de otros, y no en base a lo que les une como clase, a lo que les lleva a luchar contra el enemigo común. «De este modo —explica Stalin en uno de sus numerosos trabajos dedicados a este problema— en lugar de derribar las barreras nacionales, nosotros, por obra y gracia de los federalistas, las reforzamos aún más con barreras de organización, en lugar de impulsar adelante la conciencia de clase del proletariado, la haremos retroceder y les someteremos a pruebas peligrosas»6.

Crear un Partido Comunista «federado», escindir a la clase obrera según su nacionalidad, equivale a dar el primer paso hacia la liquidación del Partido y a sofocar la lucha de clases, convirtiendo a la «patria» en el terreno donde confluyen los intereses del proletariado y de la burguesía.

En sus más de ocho años de existencia, el PCE(r) ha venido aplicando consecuentemente los principios del internacionalismo y del centralismo democrático dentro de su organización, y ha realizado su trabajo político entre la clase obrera de toda España combatiendo cualquier intento de fragmentar el Partido o escindir a los obreros. Es desde estas posiciones como viene impulsando la lucha contra la burguesía. Fue, precisamente, la fusión de dos grupos marxista‑leninistas (Organización Obreira y OMLE) y la creación de núcleos comunistas en el País Vasco y Cataluña lo que sentó las bases orgánicas para la celebración del Congreso Reconstitutivo del Partido. En el futuro, el Partido seguirá desarrollándose sobre estas mismas bases y ninguna corriente ideológica pequeño‑burguesa, por muy bien que se quiera camuflar con los ropajes del marxismo, del leninismo o del maoísmo, podrá apartarnos de este camino.

Decía Stalin, al atacar al federalismo en la organización del Partido proletario: «Sabemos a qué conduce la separación de los obreros por nacionalidades: la desintegración del partido obrero único, la división de los sindicatos por nacionalidades, la exacerbación de las fricciones nacionales, rompehuelgas nacionales, completa desmoralización dentro de las filas de la socialdemocracia: he ahí los frutos del federalismo en el terreno de la organización…»7.

La clase obrera de España viene padeciendo, desde hace tiempo, esa misma situación descrita más arriba, de la que únicamente se beneficia la burguesía. Combatir esa tendencia a la dispersión, a la atomización de la clase obrera, a la confusión de objetivos y a la consiguiente desmoralización que crea, es una de las tareas más importantes que tenemos que acometer en este momento sin vacilar.

El PCE(r) elabora su línea política y su programa teniendo en cuenta las condiciones generales de nuestro país y los problemas más importantes que origina la existencia del capitalismo. Abordar los problemas que padecen las masas obreras y populares, buscar las mejores soluciones para ellos conjuntamente con las masas, y luchar en primera fila para resolverlos, es lo que va a permitir al Partido ligarse estrechamente a los trabajadores, desarrollarse y encabezar finalmente el Movimiento de Resistencia Popular en todas partes.

Del cúmulo de tareas que tiene hoy ante sí, el Partido destaca y pone en primer lugar aquéllas que guardan relación directa con las necesidades inmediatas y los objetivos políticos del movimiento obrero y popular en su conjunto: boicot y denuncia de las maniobras políticas del régimen, apoyo a la lucha de las amplias masas por la consecución de mejoras económicas y sociales, apoyo a las organizaciones guerrilleras, exigencia de retirada inmediata de España de la OTAN; para que sean derogadas las leyes terroristas del régimen, para que sean liberados los presos políticos antifascistas y patriotas y se establezcan las libertades políticas y sindicales plenas, etc. Sobre la base del cumplimiento de estos objetivos, el Partido desarrolla su labor entre todos los sectores de la población (campesinos, estudiantes, mujeres trabajadoras, patriotas…) fomentando la creación de organizaciones unitarias y democráticas entre todos ellos y animándolos a proseguir la lucha de la manera más resuelta. Además, el Partido no pierde de vista ni por un momento la agravación de la crisis internacional y la amenaza de agresión imperialista que pende sobre las cabezas de todos los pueblos del mundo, y apoya las justas propuestas de los países del campo socialista tendentes a relajar la tensión y en apoyo a los movimientos de liberación de las naciones y pueblos oprimidos.

Queda claro, pues, que la dirección del Partido toma en consideración el conjunto de los problemas que afectan hoy día a las masas y que rebasan, con mucho, el estrecho marco de las reivindicaciones meramente nacionalistas.

En relación al movimiento nacional popular, el PCE(r) no realiza su actividad de forma igual y esquemática; ante todo tenemos en cuenta las diferencias que existen en una nacionalidad respecto a otra.

Los comunistas de la nación opresora deben llevar a cabo una labor de propaganda del hecho diferenciador de los distintos pueblos que integran el Estado y de la existencia de la opresión nacional; deben desarrollar un trabajo constante de educación internacionalista de las masas basada en el respeto a las diferencias nacionales así como en su derecho a elegir libremente sus propios destinos como nación, su derecho a separarse, a constituirse en Estados independientes. Por su parte, los comunistas de las naciones oprimidas han de partir también de las posiciones de clase internacionalistas de los intereses del proletariado en su conjunto, y dejar bien sentado en su labor de propaganda y agitación que sólo una vez derrocado el Estado y a través de la revolución socialista es como se podrá hacer efectivo el ejercicio del derecho a la autodeterminación, abogando por la unión más estrecha y fraternal del proletariado de todas las nacionalidades en la lucha contra el enemigo común (la burguesía y su Estado), y por la creación de un Partido Comunista único. Además, llegado el momento, deben defender con firmeza y hacer campaña por la unión voluntaria y en pie de absoluta igualdad de su pueblo con los otros pueblos de España.

Esta doble actividad de los comunistas, única forma de integrar en una misma lucha los deberes internacionalistas del proletariado con las reivindicaciones del movimiento nacional popular, se manifiesta igualmente en la labor que realizan las distintas organizaciones nacionales del Partido. Éstas aplican la política y las resoluciones aprobadas en los Congresos, y están sujetas a la misma disciplina. Ahora bien, los Comités Nacionales poseen algunas atribuciones —como convocar Conferencias Nacionales y mantener una representación permanente en el Comité Central— que no son necesarias a las otras organizaciones del Partido, y además gozan de una amplia autonomía para aplicar la línea política de acuerdo con las peculiaridades concretas de su nacionalidad.

Ni qué decir tiene que las organizaciones nacionales del Partido proletario están obligadas a estudiar los problemas específicos de su nación, buscarles soluciones de acuerdo con los intereses del proletariado y de las amplias masas trabajadoras y denunciar constantemente el nacionalismo y la ideología reaccionaria burguesa en todas las formas que ésta presente. Particularmente, las organizaciones del Partido de las nacionalidades deben prestar mucha atención a las maniobras políticas del régimen encaminadas a imponer por la fuerza sus actuales estatutos de autonomía. En la realización de todas estas actividades, los comunistas de las nacionalidades han de procurar establecer justas relaciones con todas aquellas organizaciones nacionalistas que luchan consecuentemente contra el monopolismo y por la liberación nacional.

Las organizaciones del Partido de las nacionalidades también tienen la obligación de abordar de forma sistemática aquellas tareas derivadas de la existencia de una lengua y una cultura propias. En este sentido, es absolutamente necesario editar (en la medida de lo posible) la propaganda en bilingüe, respetando así también los derechos de los obreros inmigrados a recibir la propaganda comunista en su propia lengua; es decir, los comunistas han de tener presente en todo momento que en cada nación hay dos naciones, dos culturas, dos clases: la burguesa y la proletaria, y que, por tanto, su deber consiste en defender y desarrollar la cultura democrática popular en todas sus formas.

No menos importante es la labor que tienen que realizar los comunistas de las nacionalidades oprimidas entre los obreros encaminada a resaltar el hecho de que el proletariado de la nación opresora es igualmente explotado y oprimido por la misma clase capitalista y por el mismo Estado que les explota y oprime a ellos (lo mismo a los obreros de SEAT de Barcelona, a los de Altos Hornos de Vizcaya, a los de Astilleros Astano de Ferrol, como a los obreros de Chrysler de Madrid, etc.).

Es preciso, pues, que todas las organizaciones del Partido encabecen las diversas manifestaciones de la lucha de las clases integrándolas en un solo movimiento orientado a la destrucción del sistema capitalista, la realización del socialismo y la liberación nacional.

La clase obrera no tiene ningún interés económico y egoísta que defender que la lleve a desear un mercado propio, exclusivo; por consiguiente no tiene tampoco interés alguno en explotar ni oprimir a ningún pueblo. Además, el proletariado está interesado en el derrumbamiento de las barreras nacionales, en la libre unión de todos los pueblos para marchar juntos a la meta del comunismo, ya que, como dijeron Marx y Engels en el «Manifiesto Comunista»:

«El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen de día en día con el desarrollo de la burguesía, la libertad de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de existencia que le corresponde.

«El dominio del proletariado los hará desaparecer más deprisa todavía. La acción común, al menos en los países civilizados, es una de las primeras condiciones de su emancipación.

«En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida la explotación de una nación por otra.

«Al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de las naciones desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí.»

He ahí, brevemente expuestos, los motivos que mueven a los comunistas y sus objetivos últimos en el terreno de la lucha nacional.

1 Lenin: Notas críticas sobre la cuestión nacional.

2 Lenin: El derecho de las naciones a la autodeterminación.

3 Lenin: La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación

4 Lenin: Acerca del programa nacional de POSDR

5 Lenin: Balance de la discusión sobre la autodeterminación.

6 J. Stalin: Cómo entiende la socialdemocracia la cuestión nacional.

7 J. Stalin: El marxismo y la cuestión nacional.