Marta Harnecker o el método de la tergiversación

* Publicado en Resistencia nº 15, marzo 1991.

Ko’ëyu Latinoamericano, revista de análisis político-cultural, ha publicado, en su número 55, una entrevista con Marta Harnecker, autora de Conceptos elementales del Materialismo Histórico, libro que, como ya sabrán nuestros lectores, fue muy difundido en España en los años setenta. Esta entrevista, a decir verdad, ha llamado mucho más nuestra atención que aquel libro, por cuanto que, además de exponer en ella sus ideas sobre la crisis del marxismo y hablar del pasado, el presente y el futuro del socialismo —situando a la revolución cubana en el centro de sus reflexiones— Marta Harnecker esboza una crítica a las concepciones que ella misma ha estado defendiendo. Esta nueva toma de posición supone, sin ninguna duda, un paso hacia adelante. Sin embargo, aún se hace notar el peso del fardo que lleva a cuestas y del que, al parecer, no puede o no sabe desprenderse. Su eclecticismo en todas las cuestiones básicas o de principios, se hace notar desde las primeras líneas. Esto es lo más característico, lo que más destaca en toda la entrevista.

Tomemos sus propias declaraciones: «Creo que es preciso separar la crisis del marxismo y la crisis del socialismo. Son dos cosas distintas. El marxismo es una ciencia. El socialismo es un proyecto de sociedad». En esta separación arbitraria que hace Marta entre marxismo y socialismo —fórmula que ha cogido prestada de su maestro, el gran Althusser*—, se halla el meollo de su concepción teórica y política. Luego la veremos establecer otras divisiones del mismo estilo.

Que el marxismo es una ciencia que, por lo demás, no ha de ser confundida con el proyecto, está fuera de toda discusión. Pero, ¿en qué consiste la diferencia? ¿No puede haber un proyecto socialista igualmente científico? Sabemos que sí puede haberlo y que este proyecto se halla unido, como la uña a la carne, a la ciencia del marxismo. ¿No conoce Marta dicho proyecto? Naturalmente, también existe otro, el mismo que han defendido siempre los revisionistas, desde Bernstein hasta Gorbachov. Si M. Harnecker se refiere a este último tendríamos que darle la razón. Mas ella no menciona en ningún momento el revisionismo y, por el contrario, niega la posibilidad de un proyecto socialista estrechamente vinculado a toda la doctrina científica de Marx; de lo que resulta una apología de todas las aberraciones de los oportunistas. La idea expuesta por Marta Harnecker puede servirles a éstos, además, para seguir ostentando la insignia del marxismo sin tener que

* Por lo visto M. Harnecker aún anda dando vueltas en torno a la especificidad del marxismo como teoría científica, fijación de origen althusseriano que en su día –allá por los años 60– llegó a causar verdaderos estragos en los círculos de la izquierda universitaria europea más radical.

Althusser (filósofo francés del presente siglo) trastoca toda la formulación de las ideas de Marx y la misma concepción del marxismo como teoría y programa de la revolución, para ofrecernos un guiso ecléctico-teoricista que ni sus propios discípulos fueron capaces de digerir. Según este teórico marxista, Marx nos ha legado poco más que un método de análisis, que estaría contenido en el materialismo histórico; un método de conocimiento cuyo objeto sería la teoría. De aquí hace derivar el materialismo dialéctico, el cual, a su vez, se convierte, en su cabeza, en teoría especial para la producción teórica. Es como la pescadilla que se muerde la cola. A los conocimientos así adquiridos, nacidos de esa teoría, y a la teorización misma, Althusser los llama, muy consecuentemente, práctica teórica. O sea, que la verdadera práctica revolucionaria y su contribución con la teoría nunca aparecen, ya que eso resulta innecesario y, desde luego, poco científico.

preocuparse para nada de camuflar el verdadero carácter burgués de sus proyectos. ¿Acaso no es lo que tratan de seguir haciendo? Pocas veces se presentan tales proyectos como lo que realmente son: distintas variantes del viejo programa liberal-reformista. En cambio, a la hora de hacer el balance de sus fracasos, nadie duda en atribuírselos al marxismo. La jugada de la burguesía y del imperialismo resulta, en este caso, una verdadera obra maestra.

¡Marx contra el marxismo!

El marxismo no es la misma cosa que el socialismo, ciertamente, pero tampoco le es ajeno. El socialismo forma parte del marxismo junto con la economía política y la filosofía del materialismo dialéctico. Por este motivo, separar el socialismo del marxismo, o de cualquier otra de sus partes constitutivas, equivale a vaciarlo de contenido.

Marta Harnecker despoja al marxismo de sus partes más esenciales. Para ella, el marxismo no es, como para nosotros, una concepción integraldel mundo, de la sociedad y del mismo proceso del pensamiento del hombre; no es un arma afilada para la transformación revolucionaria de la sociedad por el proletariado, sino tan sólo un método de análisis, una ciencia del método aséptica, que no toma partido ni se mancha las manos en la lucha de clases. O sea, concibe el marxismo como una nueva metafísica, como una teología desligada de la práctica, capaz de explicar los misterios de este mundo, pero inoperante a efectos prácticos e incluso teóricos.

Lenin definió el marxismo como «el sistema de las ideas y la doctrina de Marx». «El estudio de las relaciones de producción de una sociedad determinada y concreta en su aparición, su desarrollo y su decadencia en la historia, es lo que constituye el contenido de la doctrina económica de Marx»; en tanto que sus ideas «dan en conjunto el materialismo moderno como teoría y programa del movimiento obrero de todos los países». Lenin destaca, además, que para Marx, «el materialismo despojado de este aspecto era, y con razón, un materialismo a medias, unilateral, sin vida». Marx analiza las relaciones de producción «en una sociedad determinada y concreta», y lo hace con fines prácticos, es decir, para poder precisar la estrategia de la lucha revolucionaria del proletariado. Esto es, en resumen, el socialismo científico.

Pero M. Harnecker, no contenta con su logro anterior, y continuando en la misma línea de razonamiento, lleva a cabo un divorcio mucho más importante y decisivo: el del propio Marx con el marxismo. Veamos cómo lo consigue: «Marx fue reacio a usar el término marxismo para denominar sus investigaciones científicas». La razón de esta supuesta reserva de Marx no puede ser más simple, ya que, según explica más adelante la propia autora, «se habla de la matemática, de física, de antropología, de psicoanálisis, pero no se habla de galileísmo, newtonismo, levy-straussismo, freudismo, porque toda ciencia tiene un desarrollo que trasciende a su fundador y a la vez tiende a requerir un desarrollo cada vez más colectivo».

Marx no fue marxista en el sentido dogmático del término, y, en este punto Marta tiene toda la razón. Recordemos al respecto la diatriba lanzada por el propio Marx contra tales marxistas: «¡He sembrado dragones y han nacido pulgas!». ¿Quiere decir esto que Marx se hubiera mostrado en desacuerdo con los dragones que nacieron posteriormente bajo la denominación del marxismo? Lenin y Mao fueron marxistas. Además hoy podemos decir que Lenin fue leninista y Mao maoísta; o sea, que su marxismo no les impidió desarrollar la ciencia de su fundador. Más bien lo contrario. Su firmeza en los principios les permitió hacer importantísimas aportaciones al desarrollo de las investigaciones científicas comenzadas por Marx y Engels y, al igual que ellos, siempre vincularon sus estudios a la práctica del movimiento revolucionario de los obreros y campesinos explotados y oprimidos por el capitalismo; estimularon su organización, la orientaron y se pusieron al frente de ella. De modo que sus investigaciones nunca tuvieron que ver con las que se realizan en laboratorios y gabinetes; no investigaron por amor a las ciencias ni para que la burguesía se aprovechara de sus descubrimientos (cosa, por demás, imposible dada la naturaleza de clase de su doctrina), sino para que los trabajadores de todo el mundo se unieran y dispusieran de un arma afilada con la que abatir a los explotadores.

«La doctrina de Marx es todopoderosa porque es exacta. Es completa y ordenada y da a la gente una concepción monolítica del mundo, una concepción intransigente con toda superstición, con toda reacción y con toda defensa de la opresión burguesa»1. De estas palabras de Lenin no se infiere, como lo han interpretado siempre las mentes más estrechas, que aquél considerara al marxismo como un sistema de ideas cerrado o ya acabado. Marx, efectivamente, tomó distancias respecto a tales marxistas, declarando en tono irónico: «por lo que a mí respecta, yo no soy marxista», lo cual, como se podrá comprender fácilmente, tiene muy poco que ver con el asunto de la denominación a que alude Harnecker. En ese pasaje que acabamos de citar, Lenin se refiere al marxismo como doctrina «completa y ordenada», como «concepción monolítica del mundo», frente a los que, como Marta Harnecker, pretenden revisarlo, parcelarlo y hacerlo compatible con la superstición.

Del Marx científico o del Marx teórico hemos oído hablar muchas veces. Del Marx marxista, del Marx revolucionario, del Marx que vincula la teoría a la práctica, rara vez se habla. Generalmente este aspecto de las ideas y de la actividad de Marx suele ser presentado como un momento, como un accidente sin ninguna trascendencia. Marta Harnecker olvida la crítica que hiciera el mismo Marx al viejo materialismo, poniendo al descubierto, como uno de sus defectos fundamentales, su incomprensión de la importancia de la acción revolucionaria. De ahí que ella no puede comprender tampoco por qué Marx, «dedica durante toda su vida, paralelamente a los problemas teóricos, gran atención a las cuestiones de táctica de la lucha de clase del proletariado» (Lenin); no puede entender que Marx integrara la teoría a la práctica, su participación activa en la Liga de los Comunistas o que posteriormente fundara la I Internacional, convirtiéndose en el «alma de la Asociación».

El marxismo actúa en el dinámico y complejo mundo de la economía y de la lucha de clases, y no puede ser equiparado con las matemáticas o cualquier otra ciencia que opera con axiomas, categorías y magnitudes más o menos fijas y, por tanto, mensurables. Por la misma razón, Marx tampoco puede ser comparado con un antropólogo o matemático, ya que en él se funde el científico con el hombre de acción; el pensador con el revolucionario proletario.

La misma confusión que ha hecho incubar a Marta una idea tan peregrina del marxismo, a reducirlo a tan sólo una mera cuestión de metodología, ignorando todo lo demás, le impide comprender que no puede ser designado con otra denominación distinta, aunque sea referido a una sola de sus partes constituyentes. Pues el marxismo no es sólo una filosofía, no es sólo una economía, no es sólo una política. Es todo eso junto y otras muchas cosas a la vez. De ahí el término. Este se deriva del nombre de Marx, y designa toda la obra realizada por él junto con Engels, la cual, ya hemos visto, se extiende también a la participación de ambos en las luchas sociales de su tiempo, a su posición de clase, etc. Eso es el marxismo. Lo demás viene dado por el uso y el abuso que han hecho muchas veces los discípulos de Marx y Engels de sus ideas y de su nombre.

Marta Harnecker hace un llamamiento para que se abandone la posición clasista en las ciencias, pues considera que éstas son neutrales o poco menos. Ni siquiera es capaz de reconocer el partidismo de la burguesía en aquellas ciencias cuyo objeto específico suscita, según palabras de Marx «las más violentas, mezquinas y abominables pasiones del corazón humano: la furia del interés privado». Por su parte, Lenin también denunció esta actitud de la burguesía, adoptada con relación a la doctrina de Marx, al tiempo que añadía: «esperar una ciencia imparcial en una sociedad de esclavitud asalariada sería la misma pueril ingenuidad que esperar de los fabricantes imparcialidad en cuanto a la conveniencia de aumentar los salarios de los obreros en detrimento de las ganancias del capital»2. La posición de clase de Marx y su actitud como científico concuerda perfectamente con el carácter social de los fines que persigue. En esa unidad de compromiso político militante a favor de la inmensa mayoría de los explotados y oprimidos, asumida por Marx, y lo que él mismo llama «libre investigación científica», radica, precisamente, la revolución realizada por el marxismo en la ciencia.

La crisis estructural del revisionismo

Al enjuiciar la crisis Harnecker hace mucho hincapié en la necesidad de distinguir «el proyecto socialista de un determinado modelo de socialismo». Esta distinción le parece básica. Sin embargo, la misma ambigüedad de su discurso le impide establecerla. Pues unas veces, el proyecto aparece como una proyección hacia adelante del socialismo (ejemplo de Cuba), y otras como la forma en que dicho proyecto se ha materializado en los países del Este de Europa; finalmente, el proyecto se convierte en un modelo de desarrollo en la URSS.

Es cierto, ella quiere defender el proyecto socialista, pero al no señalar claramente la línea que separa en todos los campos a dicho proyecto del modelo de desarrollo revisionista, lo único que consigue es que aparezcan de nuevo confundidos.

No se debe escribir de estos problemas entre líneas. Marta reconoce haberse «quedado en silencio respecto a ciertos errores que veía». Este reconocimiento es digno de ser tenido en cuenta. La cuestión es que no se trata tan sólo de ciertos errores. Hay errores permisibles; mas cuando se permite que las cosas lleguen hasta donde han llegado sin decir esta boca es mía, entonces la responsabilidad es mucho más grave y exige, por tanto, una rectificación más seria y más profunda.

Marta intenta rectificar y ayudarnos al mismo tiempo. Pero ¿cómo lo hace? Antes proponía separar el marxismo del socialismo para salvar al primero del naufragio; luego quiso convencernos de la necesidad de amputar al marxismo de sus partes más esenciales para librarlo del dogmatismo; y ahora nos está proponiendo el abandono del comunismo a fin de poder salvar el proyecto socialista. Y no es, como pudiera parecer a primera vista, una cuestión semántica. No. La clásica e inevitable separación en dos etapas del proceso revolucionario (una socialista y la otra comunista) ella la hace desaparecer, precisamente, para dar entrada en la conceptualización marxista (esta vez nada dogmática, es cierto) a su ya referido proyecto y al no menos célebre modelo; aunque, eso sí, los dos igualmente socialistas.

En los países del Este de Europa —se podría decir siguiendo el hilo de los razonamientos de Marta—, hubo un modelo, pero carecieron de un proyecto. Mas, nosotros preguntamos, ¿puede calificarse de socialista un modelo que no está inspirado en un proyecto comunista? Parece un juego de palabras, ¿verdad? Y volvemos a preguntar, ¿cómo se ha de llamar tal proyecto para que no se confunda con el modelo y pueda servirle como marco y como punto obligado de referencia? ¿Cuál es el contenido esencial del proyecto y en qué se diferencia del modelo de la señora Marta Harnecker? Todos los modelos socialistas que no lo han sido realmente han carecido de este punto de referencia y era lógico que así fuese, ya que, si el socialismo no se plantea como etapa de transición hacia el comunismo, ¿a dónde, si no, puede conducir? La experiencia está demostrando que tales modelos socialistas sólo pueden llevar al desastre o a la restauración del capitalismo.

Los dogmáticos, podrá objetar Marta Harnecker, también hicieron ese planteamiento de las dos fases del comunismo, y ya ves… Cierto. Los dogmáticos han facilitado mucho las cosas a la burguesía. Se quedaron estancados; no supieron resolver ni en la teoría ni en la práctica ninguno de los problemas que se han presentado en el período de transición; y no han sabido resolverlos porque eran (o son, en otros casos) revisionistas; es decir, se negaban a reconocer la realidad de esos países o enfocaban sus problemas desde la óptica de la ideología, la política y los intereses de la clase burguesa a la que realmente representan dentro de nuestro movimiento.

Ahora, Marta hace acopio de valor para hablar de algunas de esas realidades. Sin embargo, ella no cree que sea correcto «hacer un juicio moral de la crisis del socialismo. Tenemos que conocer —afirma— sus causas objetivas. Sin los instrumentos de la teoría marxista, sin el análisis de la forma que adopta la lucha de clases en esos países, no podemos entender lo que ocurre en esas sociedades…». Pero, ¿¡cómo!? ¿¡Es que existen clases en el socialismo!? ¿¡Desde cuándo!? No nos hagamos demasiadas ilusiones. Marta Harnecker no reconoce en ningún momento que existan las clases en el socialismo. Sólo se refiere a la «forma que adopta la lucha de clases en esos países», lo cual es muy distinto. Es decir, todo el problema se reduce, según ella, a una cuestión de forma, ya que las clases, hace tiempo que han desaparecido. La burguesía no existe como tal clase en el socialismo. Tampoco se da la lucha de esa burguesía por el poder, apoyada por el imperialismo. Todo lo más Marta Harnecker admite la existencia de «una fuerte tendencia en grupos, por desgracia cada vez más mayoritarios, que reniegan del socialismo y desean retornar al capitalismo». Éste es, como se sabe, uno de los temas tabúes del revisionismo moderno, al que M. Harnecker no se atreve a hincarle el diente, ya que, entre otras cosas, eso la obligaría a tener que reconocer la necesidad de la dictadura revolucionaria del proletariado sobre la burguesía para toda la etapa histórica de transición del capitalismo al comunismo; algo que ella, como tendremos ocasión de comprobar, no está dispuesta a admitir.

Aclaremos de pasada que esa forma que adopta la lucha de clases en países donde, teóricamente las clases ya no existen, siempre ha sido reconocida por los capitostes revisionistas. De no hacerlo así es claro a todas luces que no podrían justificar la dictadura burocrática que vienen imponiendo a los trabajadores bajo la forma del Estado de todo el pueblo. Por lo demás, los revisionistas también intentan fundamentar la necesidad de dicha dictadura relacionándola de manera muy dialéctica (como hace Marta) con la lucha contra el capitalismo fuera de sus fronteras. Respecto a este asunto, como en tantos otros, no se diferencian gran cosa de la burguesía. Es sabido que ésta representa siempre su Estado en la misma forma, es decir, como Estado nacional o de todo el pueblo en sus enfrentamientos con los otros Estados capitalistas.

Marta Harnecker nos alerta contra el peligro de ver las cosas en blanco y negro: «como se trata de un problema de lucha de clases dentro de los países socialistas con el apoyo de fuerzas contrarrevolucionarias externas —advierte—, nuestro análisis no puede ser simplista», pero el suyo lo es a más no poder. «La lucha de clases dentro de los países socialistas con el apoyo de fuerzas contrarrevolucionarias externas», ¿a quiénes están sosteniendo dichas fuerzas, a las nubes? La simplificación del análisis aparece, precisamente, con este escamoteo: cuando se hace desaparecer de la escena a las fuerzas contrarrevolucionarias internas, compuestas por el revisionismo y la burguesía como principales enemigos de la clase obrera y de la causa socialista.

Compartimos enteramente la proposición de Marta Harnecker en el sentido de apoyar a las fuerzas revolucionarias que dentro de esos países «representan el proyecto socialista» (es lo que hemos hecho siempre), pero en realidad ella no nos está facilitando en nada la tarea.

Al llegar a este punto de la entrevista, Marta hace un retrato bastante fiel de la historia del socialismo y de la situación que se ha creado, particularmente, en la URSS. No obstante, encontramos en él un defecto, para nosotros capital: deja completamente en la sombra, una vez más, al revisionismo, justamente cuando es lo que hace falta destacar.

«Es incorrecto —afirma— que se pretenda hacer un juicio moral de la crisis del socialismo», proponiendo como alternativa un análisis de las causas objetivas que han conducido a la crisis. Una parte de este análisis ya lo hemos visto. Ahora queremos preguntar: ¿no sería necesario incluir también, como parte de ese análisis, una valoración de las causas subjetivas, ideológicas, de la crisis del socialismo? Marta intenta hacerlo a su modo, es decir, sin descorrer el velo que lo dificulta. Introduce, por ejemplo, el concepto de crisis estructural como algo novísimo, hasta ahora sólo aplicado al capitalismo. Más adelante explica: «Estoy convencida de que no se puede estudiar teóricamente el socialismo sin distinguir los conceptos de relaciones sociales de producción y de relaciones técnicas de producción». De nuevo el camuflaje, de nuevo la mistificación. Esto es la constante a lo largo de toda la entrevista de Marta Harnecker.

Cuando ella habla de crisis estructural, como concepto aplicable no sólo al capitalismo, sino también al socialismo, ¿a qué se está refiriendo? Cuando llama a distinguir los conceptos de relaciones sociales de producción y de relaciones técnicas de producción, ¿por qué lo hace? Evidentemente para no tener que reconocer, franca y llanamente, la existencia de la contradicción que enfrenta a las fuerzas productivas con las relaciones de producción, así como la contradicción existente entre la base económica y la superestructura política, ideológica, cultural, etc., de la sociedad. Los revisionistas siempre han negado que en el socialismo existieran tales contradicciones, al igual que han negado la existencia de las clases y su lucha. Para ellos, en el sistema socialista, se da una correspondencia entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, y no hace falta, por tanto, cambiar nada ni efectuar numerosos ajustes. Sólo reconocen la necesidad de desarrollar aún más las fuerzas productivas, en tanto que las relaciones de producción y la superestructura política e ideológica ligada a ellas —aseguran— se irán ajustando por sí solas. De ahí que hayan llevado a todos los países al estancamiento, a la crisis y al desastre.

No es casual que Marta haya realizado en estos precisos momentos un descubrimiento tan decisivo y que trate de presentarlo como un fenómeno nuevo en el socialismo. Quiere dar a entender con ello que la crisis no puede ser prevista ni evitada y que, por consiguiente, el revisionismo queda eximido de cualquier juicio moral al respecto. No se da cuenta que, de esta manera, del concepto de la crisis estructural, que hace extensivo al socialismo, también se desprenden el caos y la bancarrota inevitables; no comprende que está condenando al socialismo a correr la misma suerte que el capitalismo, que lo está condenando a una muerte segura antes de que haya alcanzado su etapa última y natural de desarrollo: la etapa propiamente comunista.

Cabe pensar en una crisis estructural en los países socialistas que no conduzca a la restauración capitalista, sino a más socialismo, como dice Marta, intentando enmendar de muy mala manera su propia tesis. Pero, en ese caso, ya no sería una crisis estructural. Al poder ser previstas y controladas, las crisis estructurales pierden el carácter que tienen en el capitalismo. Por consiguiente, este mismo concepto no puede ser también aplicado al socialismo. Y si Marta Harnecker lo aplica es para poder salvar al revisionismo y salvarse ella al mismo tiempo de la condena del ridículo.

Habría que preguntar, ¿por qué ha tenido que esperar tanto tiempo, por qué ha tenido que ser la crisis la que le obligara a pensar en ello? Todo el mundo sabe que ésta ha sido una de las cuestiones debatidas en las últimas décadas en el movimiento comunista internacional, pero Marta, al parecer, no tiene ninguna noticia de este debate. No sabe tampoco que, por defender las mismas ideas que ella ahora está defendiendo con tan malas artes, los maoístas nos hemos visto perseguidos por toda la jauría revisionista, acusados de ser lo peor.

La crisis estructural resulta ser un concepto falso cuando se intenta aplicar al socialismo como causa objetiva. Lo que aquí se ha producido es la bancarrota estructural de la ideología y la política del revisionismo. Sólo de este modo se puede explicar el desarrollo y el desenlace final de este fenómeno.

Al no querer reconocer la existencia de tales contradicciones, los revisionistas se incapacitaron para hacer frente y resolver de una manera correcta los problemas. La superioridad del socialismo frente al capitalismo estriba, precisamente, en que ofrece la posibilidad, por primera vez en la historia, de dirigir el proceso económico-social de una manera consciente, de forma que se puedan evitar las crisis estructurales, la contrarrevolución y todas las lacras propias del sistema capitalista. Esto implica, ante todo, proseguir el esfuerzo revolucionario aplicando los principios de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado.

¿Control popular o dictadura de clase?

Marta Harnecker no está de acuerdo con dichos principios y propone que sean abandonados. Por ejemplo, no ve que tenga ningún sentido seguir empleando el término dictadura del proletariado. Dice, «cuando hablas al pueblo del líquido para beber usas el término agua, no le hablas de H2O. De la misma forma, no tiene ningún sentido hablar de la dictadura del proletariado en el discurso político». O sea, que todo se reduce, una vez más a una cuestión de término. Se imagina que este problema resulta tan sencillo como beber un vaso de agua y que, consiguientemente, no requiere de ninguna explicación y de ningún esfuerzo. Llegará un día en que las masas populares aceptarán la dictadura del proletariado sin entenderla, o más bien, sin practicarla.

Esto es lo que, en realidad, está proponiendo Marta. Exclama: «¿Cómo vamos adecirle nosotros a ese pueblo que no ha estudiado marxismo, que no tiene conocimientos científicos: compañeros, venimos a ofrecerles una nueva dictadura…?». ¡Venimos a ofrecerles!. El pueblo no participa en la lucha, no aprende en la revolución a distinguir a los amigos de los enemigos, no edifica su nuevo poder con el conocimiento de la ciencia, y si aún fuera poco, Marta H. renuncia a educarlo para que puedan aplicarla de una manera consciente y eficaz. El conocimiento de la ciencia se lo reserva para ella, o mejor, para la burguesía y el imperialismo, los cuales no tendrán tantos escrúpulos como tiene M. Harnecker para razonar y aconsejarle a ese pueblo sobre lo que más le conviene. ¿O supone que la burguesía no va a seguir trucando el término, como lo ha hecho el revisionismo, para provocar su rechazo por los trabajadores, aunque se presente como simple vaso de agua? Ellos siempre explicarán la fórmula asegurando que se trata de una pócima mortal.

Los comunistas nunca deben ocultar sus objetivos a las masas, no deben ocultar sus fines ni negar el conocimiento a los trabajadores, por muy complicado o desagradable que esto pueda parecer. En eso consiste su labor.

Marta quiere hacer ignorar que lo único que distingue al Estado socialista de cualquier Estado burgués es su naturaleza de clase: el ser la dictadura del proletariado, la expresión de sus intereses, la dictadura de la inmensa mayoría del pueblo trabajador sobre la minoría explotadora.

Es una dictadura sobre la burguesía, ya que, de lo contrario, carecería de sentido hablar del Estado. Pero, al mismo tiempo, supone la más amplia democracia para el pueblo. Además, como instrumento de la revolución proletaria, necesario como el tránsito al comunismo, el Estado socialista tiene una característica que no puede tener jamás ningún Estado burgués: desde su inicio, el Estado de la dictadura del proletariado se presenta como un no Estado, ya que su último fin no es otro que el de acabar con toda forma de explotación y de opresión e irse así extinguiendo, haciéndose inútil.

Marta Harnecker nos ofrece una excelente lección científica cuando matiza su tesis del H2O: «Hay que tener en cuenta que la sociedad está compuesta de intereses contradictorios y, evidentemente, hay que someter los intereses de la minoría a los de la mayoría». De nuevo no existen las clases; la sociedad está compuesta por intereses contradictorios. Así planteado, ¿qué sentido puede tener emplear el término dictadura del proletariado ni de ninguna otra clase? En la sociedad capitalista también se da la lucha de intereses contradictorios. ¿Debemos entender por ello que tampoco aquí existen las clases ni la dictadura de la burguesía? ¿Debemos permitir que la burguesía y el revisionismo nos la hagan tragar como si se tratara de un vaso de agua? ¿Cómo someter los intereses de la minoría a los de la mayoría? Marta reconoce que la burguesía sólo se somete cuando se la presiona, asegurando, además, que esa presión es la ley de la historia. Olvida que también existe la ley contraria, la que presiona a los intereses de la mayoría para que se someta a los de la minoría y que esa ley se denomina dictadura. Por lo demás, también olvida decir que dicha ley no es eterna, sino transitoria, un momento de la historia, consecuencia de la existencia de las clases y sus luchas, que viene a ser la verdadera ley de la historia que ella —y con ella la burguesía y el revisionismo— oculta.

El reconocimiento de la lucha de clases como verdadero motor de la historia y la extensión de dicho reconocimiento a la necesidad de la dictadura del proletariado se hacen absolutamente necesarios por varias razones: primero, para denunciar la dictadura de la burguesía sobre los trabajadores; segundo, para poder señalar a éstos el camino que habrá de conducirles al poder; tercero, para que una vez que esté el poder en sus manos, sepan hacer uso de él y no se lo dejen arrebatar; y cuarto, por cuanto hay que educar a las masas en el carácter transitorio del Estado, que aprendan a prescindir de él y lo arrumben cuanto antes como un trasto viejo.

Al hacer de la presión la ley de la historia, Marta está abogando por el mantenimiento a ultranza del Estado. Toda la cuestión se reduce a eso: al desmantelamiento de la verdadera dictadura revolucionaria del proletariado para imponer en su lugar una falsa democracia (en la forma de Estado de todo el pueblo), cuyo fin no es otro que el de perpetuar la dictadura revisionista.

M. Harnecker se lamenta amargamente por los estragos causados por esta dictadura (que ella denomina del partido), pero en realidad no hace nada para combatirla. Al contrario; ella intenta camuflarla bajo la forma de una presión. No quiere que se ejerza la dictadura sobre la burguesía ni quiere reconocer que cuando ésta no le es impuesta son los trabajadores los que acaban siendo víctimas de la presión por partida doble: de manera directa (cuando son reprimidos por la burocracia revisionista y suplantados en sus iniciativas revolucionarias) e, indirecta, cuando esa misma burocracia permite de nuevo a la burguesía imponerse en el terreno económico, político y cultural, en nombre de una falsa democracia que prescinde en su discurso del concepto de dictadura, precisamente, para poder camuflarla mejor.

No se puede negar que Marta está muy preocupada con este problema y que anda dándole vueltas en busca de una solución. Pero también tenemos que decir que su eclecticismo ideológico y su falta de firmeza política le conducen una y otra vez al atolladero. No obstante, al final de sus divagaciones parece que ha encontrado un rayito de luz. Veamos cómo expone su nuevo y trascendental descubrimiento: «Yo recuerdo que Althusser, preocupado por esta situación, creyó ver en la etapa inicial de la revolución cultural china un mecanismo de control popular sobre el partido. Él sostenía, y creo que la historia le ha dado la razón, que un país gobernado por un partido único, en el que éste asume las tareas de Estado, tiene que estar sometido a algún tipo de control popular». Althusser creyó ver, pero vio realmente muy poco. La prueba está en la limitada concepción sobre la Revolución Cultural que su discípula Marta Harnecker presenta ahora.

Remitiéndose al gran Althusser (un teórico del que ya habíamos perdido la memoria), Marta alude al gran escollo que supone para ella el pensamiento Mao. Desde luego, resultaría excesivo pedir que, al menos en este punto, hiciera un pequeño esfuerzo de rigor analítico. Menciona la preocupación de Althusser, pero no habla de la solución teórica y prácticaque dio Mao a este importante problema.

En la exposición de la Harnecker aparecen trastocados varios elementos de juicio. En primer lugar, la Revolución Cultural proletaria China no se plantea como un mecanismo de control popular sobre el partido, sino como una verdadera revolución. Se trata, evidentemente, de una manifestación de la lucha de clases en las condiciones del socialismo, una lucha que abarcó todos los campos (el político, el económico, el ideológico, etc.), y que, en lo inmediato, tenía como principal objetivo derrocar a los representantes de la burguesía que habían usurpado algunas áreas del poder y desde allí empezaban a reprimir a las masas y a estancar el desarrollo del socialismo. Se trataba, pues, de aplicar la más amplia democracia popular, hacer que las masas trabajadoras se liberaran por sí mismas y liberasen las fuerzas productivas imponiendo su dictadura de clase sobre la burguesía.

La revolución cultural proletaria también se plantea como lucha entre dos líneas dentro del propio Partido Comunista; por un lado, una lucha entre la línea revisionista, que preconiza poner término a la revolución para dedicarse a desarrollar las fuerzas productivas recurriendo al capital extranjero y, por el otro, la línea marxista-leninista que propugna marchar hacia la meta del comunismo, persistiendo en la revolución y desarrollando en todos los planos al país apoyándose en sus propias fuerzas.

La idea de control popular sobre el partido que expone Marta Harnecker, referida a la Gran Revolución Cultural Proletaria China, no corresponde ni al planteamiento teórico ni a la realización práctica de la misma. Es falsa, además, porque en China existen varios partidos y también porque, tal como acabamos de ver, la lucha se planteó antes que nada en el seno del propio Partido Comunista. Esa idea sobre el control corresponde más bien a una concepción socialdemócrata y revisionista, muy acorde con todo lo que hasta aquí ha estado defendiendo.

11 Lenin: Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo.

2 Lenin: Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo.